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Resistencias africanas

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Vuelven las Jornadas África organizadas por Umoya en la Universidad de Valladolid, esta vez con el foco puestos en las «Resistencias en medio de las crisis y conflictos».

Se trata de una semana de ponencias y charlas destinadas a comprender lo que sucede el continente vecino  en la que participarán Gerardo González Calvo, autor de libros como África, un continente saqueado, que presentará el lunes día 13; Moussa Kané, trabajador social, que charlará sobre conflictividad en el Sahel (miércoles, 15), y la periodista Rosa Moro, experta en la zona de los Grandes Lagos y autora del libro ‘El genocidio que no cesa‘, en el que analiza lo acontecido en Ruanda y el Congo en los últimos 20 años.

Este año, además, tengo el placer de participar en las jornadas hablando sobre resiliencias y resistencias al cambio climático, con especial atención al papel de las mujeres. Si os interesa, ¡nos vemos por #Valladolid!

 

Resistencias africanas

 

 

Sarah Maldoror (III): filmando las luchas por las independencias

[Este post forma parte de la serie dedicada a la cineasta Sarah Maldoror.

Puedes leer la primera parte, aquí.]

En 1961, Maldoror consigue una beca para estudiar en el prestigioso Instituto Nacional de Cinematografía de la Unión Soviética (VGIK). Allí compartirá curso con Ousmàne Sembène, más tarde considerado como el padre de la cinematografía africana y allí descubrirá, cuenta, el “verdadero racismo”, según sus propias palabras. 

Más tarde, junto a su compañero Mario Pinto de Andrade, uno de los líderes del MPLA (Movimiento Popular para la Liberación de Angola) en el exilio, realizará su primer viaje a África, recorriendo Guinea Conakry, Marruecos, Túnez y Argelia, donde consigue trabajar como ayudante del italiano Gillo Pontecorvo en su película La batalla de Argel (1966). Es su primera intervención detrás de las cámaras, y en este país aprovecha también para colaborar en el documental Ellas, realizado por el argelino Ahmed Lallem, que aborda la participación de las mujeres en la revolución, un tema que luego estaría muy presente en la cinematografía de Maldoror. Desde su primer viaje a África se da cuenta de que el cine, la conjugación de la palabra hablada y la imagen, es el mejor medio para contar el continente y ella lo va a hacer de una manera completamente diferente a como la habían hecho las cinematografías coloniales, a través de un cine militante que rompe con el imaginario europeo y se nutre de sus abundantes lecturas de poetas y dramaturgos negros.

Trilogía inacabada sobre la lucha anticolonial 

Su primera gran obra será Monangambee (1969), un cortometraje rodado en Argelia en el que recrea el relato titulado O fato completo, de Lucas Matesso (1967). La obra representa la violencia colonial y cómo ésta se aplicaba de forma totalmente arbitraria. En las primeras imágenes, un detenido conversa unos minutos con su mujer, se besan, se abrazan y la mujer le susurra al oído “el próximo día te haré un “fato completo10”. Un confidente lo escucha y se lo cuenta al director de la prisión, que le atiende en su despacho presidido por un cuadro de Salazar en el que la cámara se detiene en varias ocasiones. El director, indignado y creyendo que se trata de un mensaje en clave, decide darle un escarmiento al preso. No sabe, o no quiere saber lo que significa un “fato completo” -un plato típico de Angola- y lo usa como argumento de la culpabilidad del preso. La cinta, en blanco y negro y con pocos diálogos, juega con las sombras y la oscuridad y se detiene en los detalles, mostrando las paredes ruinosas de la celda, el sudor y el hambre para mostrar cómo funciona la violencia, física y psicológica, que la colonización ejercía sobre los angolanos. 

Sarah Maldoror (III): filmando las luchas por las independencias
Fotograma de la película ‘Monangambee’.

 

 

La música, que corrió a cargo del Chicago Art Ensemble, uno de los grupos iconos del jazz libre, juega un papel espectacular para crear el ambiente de tensión y miedo que Maldoror recrea en esta película. Una gran banda sonora que la directora consiguió de forma gratuita gracias a su capacidad para establecer lazos y movilizar una tupida red de solidaridad afroamericana. De igual modo, al final de la cinta se presentan las fotografías de la periodista italiana Augusta Conchiglia que muestran la vida en prisión y en las guerrillas, y a la que había conocido a través de otra mujer, la montadora Jacqueline Meppiel (1928-2011), durante el Festival Panafricano de cine de 1969 (Do Carmo, 2018). 

Tan solo dos años después rueda Des fusils pour Banta (1971), una película que nunca llegaría a ver la luz, al ser confiscada por el Gobierno argelino. Éste era el primer financiador de la película, pero una vez rodada, y tras un altercado de la cineasta con un general argelino, Maldoror fue expulsada del país y las cintas de rodaje confiscadas. Desde entonces, nunca han sido encontradas. Sin embargo, en 2010 se estrenaría Preface a à Des fusils pour Banta, una obra de Mathieu Kleyebe Abonnenc en la que el autor intenta recrear diversas versiones de lo que pudo haber sido la versión original. La película, que Maldoror había rodado durante tres meses en Guinea Bissau para documentar la lucha del PAIGC (Partido Africano por la Independencia de Guinea y de Cabo Verde) se centra en una joven mujer, Awa, que se ha unido al partido para participar en la lucha, lo que le permitía a Maldoror alternar tomas de la vida doméstica con otras en las que las mujeres transportan armas y se suman a la lucha. Esta película tenía, por tanto, una doble mirada contrahegemónica: decolonial y de género, poniendo el acento en algo que más tarde siempre reseñaba en sus entrevistas: que, en todas las luchas de liberación, las mujeres jugaron un papel clave, aunque no fueran reconocidas: “Al final, las guerras sólo funcionan si las mujeres toman parte. No tienen que sujetar un bazooka, pero sí tienen que estar presentes” (Sezirahiga, citado en Petty, 1996). 

Esta trilogía de películas sobre las luchas anticoloniales terminaría con Sambizanga, publicada en 1972 y basada en la novela corta de José Luandino Vieira, La vida real de Domingos Xavier. En esta obra, Maldoror se acerca de nuevo a la opresión provocada por el colonialismo portugués. La película comienza mostrando escenas de la vida cotidiana y tranquila en una pequeña aldea en la que los niños juegan al fútbol mientras las mujeres cocinan. Una pareja disfruta de su bebé recién nacido en unas imágenes de gran belleza que contrastan fuertemente con la violencia que se desata segundos después, cuando aparece la policía para llevarse al marido. A partir de ahí comienza la historia de este filme que narra la odisea de Maria, la mujer, que recorre dependencias oficiales para saber qué ha pasado con Domingos. La obra, en la que abundan los saltos hacia delante y atrás, se desarrolla en tres planos: el hombre, aprisionado y torturado por sus capturadores; el de Maria, su mujer, con el niño a la espalda, intentando saber algo de su marido a base de recorrer las dependencias oficiales donde apenas obtiene información, y el de un viejo luchador clandestino, que aprovecha su medio ceguera para intentar adivinar la identidad del preso, presumiblemente para comunicarse con él y avisar a sus compañeros, que podrían estar en peligro (Gugler, 1999). 

La mujer como protagonista

Las imágenes con las que comienza la película se alejaban del imaginario que habitualmente se mostraba de África y los africanos, retratados como seres sin vida, siempre sumidos en la miseria y la inactividad. Maldoror se alejaba ya desde los años 70 de esta mirada, eligiendo para sus obras mujeres bellas, activas y luchadoras.

Con esta obra, por la que recibió el Tanit de Oro en el Festival de Cine de Cartago, termina su periodo más puramente africano, filmando algunas de las revoluciones del continente y poniendo su cámara al servicio de las poblaciones ocupadas por la colonización. Pero su cine comprometido no termina ahí. De hecho, continuará durante toda su vida.

 

Sarah Maldoror (II. Proceso de formación)

[Este post forma parte de la serie dedicada a la cineasta Sarah Maldoror. Puedes leer la primera parte, aquí.]

Nacida en 1929 en el sur de Francia, de madre francesa y padre antillano, el nombre con el que la futura cineasta vino al mundo fue Sarah Ducados, aunque pronto lo cambiaría por el de Sarah Maldoror, que sería su firma artística para siempre, inspirándose en la obra Los Cantos de Maldoror, del poeta franco uruguayo Isidore Ducasse, conde de Lautréamont. Su activismo y pasión por el arte, inicialmente el teatro, comienzan pronto, mucho antes de que pensara siquiera en coger un cámara de cine.

Tras trasladarse a París e intentar trabajar como actriz, es consciente de que lo único que consigue es hacer papeles de limpiadora, porque no había otra posibilidad para los artistas negros. Es entonces cuando decide, junto a un grupo de amigos, fundar su propia compañía de teatro, con el objetivo de hacer los papeles que de verdad querían representar. Significativamente llamada Les Griots, la compañía fue, muy probablemente, la primera troupe de teatro negro en París, en un entorno en el que, como decíamos, los papeles para personajes negros eran absolutamente minoritarios y siempre muy estereotipados. Entre los fundadores se encontraban otros estudiantes, pertenecientes al amplio grupo de jóvenes que en aquellos años llegaban a la metrópoli desde las colonias para cursar estudios universitarios. Eran el senegalés Samba Babacar, que también terminaría dedicándose al cine en su país natal; Timité Bassori, hoy considerado un clásico del cine en Costa de Marfil, la cantante y actriz haitiana Toto Bissainthe, y el actor guadalupano Robert Liensol. Durante estos años, el grupo de Les Griots ensaya y actúa de forma amateur mientras se juntan con otros jóvenes intelectuales de la diáspora, estudiantes brillantes llegados desde todas las colonias del Imperio francés. 

Círculos en los que se entremezcla la filosofía, el arte, la música y la protesta por la situación colonial y en el que desde hace ya años bulle el Movimiento de la Negritud. Inspirados por las obras y el activismo político de Aimé Césaire y su Discours sur le colonialisme, León Damas y Leopoldo Sedar Senghor, el movimiento reivindica libertades para la población de las colonias y exigen ser considerados como iguales, no sólo en derechos sino también en capacidades. Reivindicaciones que se nutren de las ideas expuestas desde los años 50 por el psiquiatra, filósofo y escritor Frantz Fanon, otro de los nombres clave del Movimiento de la Negritud. Algo más mayor que los anteriores, Fanon fue el verdadero pionero, especialmente desde la publicación en 1952 de su obra Peau noire, masques blancs, un libro en el que analiza lo que suponen las relaciones coloniales, el sentimiento de inferioridad vivido por la población negra debido a la continua negación de su propia historia y sus capacidades, así como la pérdida de su propia cultura en el intento por alcanzar la del colonizador. Una década después, en 1961, se publicaba su otra gran obra Los condenados de la tierra, (1961) prologado por Jean Paul Sartre. 

En este ambiente surge también el que será otro gran foco de ideas, propuestas y reflexiones en torno a la colonialidad, la revista y editorial Présence Africaine en la que se daban cita las voces de todos los pensadores y activistas contra el colonialismo y que se convertiría en “una de las referencias ineludibles del pensamiento poscolonial” (Frioux-Salgas, 2010:43), y que estaba dirigida por Alioune Diop, amigo personal de los fundadores de Le Griot

Sarah Maldoror (II. Proceso de formación)Todas estas obras e ideas sin duda influyen en Maldoror, que se suma a ellas y desde el pequeño espacio que es su grupo de teatro, colaboran a la causa en un periodo de experimentación y apertura total: lo mismo representan poesía de autores negros como clásicos franceses -hicieron el Don Juan de Molière- u obras como Huis clos, del citado Jean Paul Sartre, muy unido al Movimiento de la Negritud. Actúan en asociaciones juveniles, residencias de mayores y casas de la juventud y comienzan a tener sus primeros éxitos. Participan en diversos espacios europeos y con la representación de la obra Los Negros, de Jean Genet, en 1959, obtienen un gran reconocimiento. Es entonces cuando llega la posibilidad de representar Le Roi Christophe, de Aimé Césaire. Es su momento cumbre. Sin embargo, por algunos malentendidos, termina siendo otra compañía quien lo represente, lo que supone algunas divisiones en el grupo, que terminará por disolverse.  

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Sarah Maldoror, una mirada decolonial. (I: Introducción)

Maldoror fue la primera mujer en realizar un largometraje en África, formó parte de la intelectualidad en torno al movimiento de la Negritud en París, aprendió cine en la Unión Soviética y filmó historias de los márgenes en su Francia natal. Fue una pionera que llevó a cabo un cine militante y comprometido, con una mirada muy particular a lo largo de sus 90 años de vida y cerca de 40 obras. 

Sin ser africana de nacimiento, no hay relación sobre cine africano que no hable de ella, y su nombre se asocia inmediatamente con el del primer cine de las independencias. En las entrevistas, no se cansaba de repetir que sus antepasados eran esclavos y, por tanto, está indivisiblemente unida al continente, a pesar de las dificultades que conlleva la multiplicidad de identidades:

“Me siento en casa en todas partes. Soy de todos sitios y de ningún lugar. (…) Los antillanos me acusan de no vivir en Las Antillas, los africanos dicen que no nací en el continente africano y los franceses me critican por no ser como ellos”.

Maldoror va a formar parte de la primera generación de cineastas africanos que se ponen detrás de la cámara con el objetivo de desarrollar una identidad propia, desafiando la imagen que la cinematografía y el discurso colonial había dado de los africanos: pueblos sin historia, sin rumbo, sin cultura ni agencia en sus propias vidas. Este cine nace con una marcada tendencia política y con un claro objetivo didáctico: mostrar los valores propios de tal forma que el espectador se sienta parte de ellos, se identifique y tenga sus propios referentes. Como la propia Maldoror escribiría años más tarde en una carta póstuma a uno de los primeros realizadores senegaleses, Paulin Vieyra, por primera vez ellos empezaban a mirar a los otros, no eran ya sólo los “mirados” (Maldoror, 2004). Intuyen que “las imágenes visuales también producen poder” (Brah, 2011:154) y quieren utilizarlo para mostrar las vidas y las luchas de los más oprimidos. 

Un reto complicado teniendo en cuenta que hasta muy poco antes de que Maldoror comenzara a hacer cine en África, los libros de texto, las universidades, la administración incluso, seguía venerando la cultura del colonizador: en las excolonias francesas se estudiaba la historia de Francia; en las inglesas se representaba a Shakespeare, y las nuevas constituciones copiaban a las del Viejo Continente. El cine se mostraba con el vehículo para mostrar y reivindicar la propia historia, un arma indispensable para el cambio político y social que habría de venir con las independencias y para construir la idea nacional de los nuevos países. Era el “tercer cine”, según la denominación de los directores argentinos Fernando Solanas y Octavio Gettino, que lo querían diferenciar así de lo que llamaron el Primer Cine – el comercial, realizado por Hollywood- y el Segundo cine -el puramente artístico, burgués, creado en Europa.

En este sentido, la obra de Maldoror es crucial porque “aporta su mirada de mujer negra sobre una parte del continente africano en una época en la que apenas se comenzaba a hablar del cine africano”, (Berthet y Oriach, 2017). Una época en la que las mujeres estaban muy alejadas de las producciones cinematográficas, aunque cabe destacar la presencia de cineastas como la argelina Assia Djebar, la camerunesa Thérèse Sita-Bella, la senegalesa Safi Faye y la egipcia Aziza Amir. Además, tal y como apunta Cynthia Marker, tanto Sarah Maldoror como Safi Faye, a las que considera como madres del cine africano, ofrecieron una renovación de las narrativas clásicas establecidas en la época, y para ellas inventa el término “cinécrivaine” (Marker, 2000: 454), con el que quiere evocar una narrativa de experimentación específicamente creada para representar a las mujeres. Un término que extrae a su vez del de la “cinecriture”, propuesto por Agnès Varda, renovadora a su vez del cine francés y representante de la New Wave.  

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Es’kia Mphahlele, un intelectual comprometido e impulsor de la cultura africana

Fue uno de los más destacados académicos y artistas de África, aunque su nombre no es en la actualidad tan conocido como el de otros grandes autores africanos. Es’kia Mhaphlele, autor de novelas, ensayos e historias cortas, además de crítico literario, fue sobre todo un dinamizador cultural del continente. Un hombre que participó -y promovió- los principales encuentros, revistas y eventos literarios relacionados con el continente africano desde las independencias hasta su muerte. 

EsKia Mphahlele
Es’Kia Mphahlele, fotografiado en su oficina de la Universidad de Witts, 1989. / Foto cedida por el Amazwi South African Museum of Literature.

Una figura emblemática de Sudáfrica, activamente comprometido contra la desigualdad y el régimen impuesto por el Apartheid, y que con su trabajo logró allanar el camino a muchos escritores y artistas de todo el continente. 

Mphahlele es autor del libro Down Second Avenue (publicado por primera vez en 1959), un clásico sudafricano en el que narra su infancia en un ambiente de segregación, ya desde mucho antes de la instauración oficial del Apartheid, en 1949, y en el que introduce una fuerte crítica contra las condiciones a las que se enfrentaba la población negra bajo el dominio blanco. 

Nacido en Pretoria en 1919, en sus memorias cuenta cómo sus padres le mandaron a vivir con su abuela, en una zona remota de la actual provincia de Limpopo, donde aprendió a odiar el colegio. “Empecé a asociarlo con el dolor, el dolor físico, y el uso de la vara (….) Y me prometí a mi mismo que lo detestaría toda mi vida”. Sin embargo, a pesar de su mal recuerdo y de las dificultades en el hogar -su padre abusaba del alcohol, lo que obligaba a la madre a cargar con todas las ocupaciones y pagar las deudas-, Mphahlele terminó convirtiéndose en profesor, tras estudiar por correspondencia en la Universidad de Sudáfrica, y en un firme apasionado de la docencia. 

Muy pronto descubrió también su gusto y habilidad por la escritura, y en el año 1947 logró que le publicaran una serie de historias cortas, que aparecieron con el nombre de Man Must Live, editadas por African Bookman, una de las pocas editoriales que por entonces publicaba a esctritores negros y que, además, tenía como objetivo ser asequible para la población de color. Al mismo tiempo comenzó a colaborar con un periódico disidente llamado Voice.

En 1952 comenzaba a asentarse como profesor en un colegio de Orlando, pero su carrera educativa en Sudáfrica terminó pronto, al ser objeto de una de las prohibiciones que imponía el Gobierno por su firme oposición a la Ley de Educación Bantú, aprobada en 1953 y por la que la población negra apenas podía estudiar lo justo para realizar trabajos sin cualificación. 

Trabajó entonces como editor de la revista Drum Magazine, (de la que hemos hablado mucho aquí), durante los años 55-57, un lugar donde pronto comenzaría a convertirse en el referente e impulsor para muchos otros muchos escritores y autores de aquellos años. 

Sin embargo, en 1957 tuvo que exiliarse, primero a la vecina Leshoto y más tarde a Nigeria, donde  continuó estrechamente unido al mundo de la cultura y la academia y mantuvo sus fuertes lazos con los movimientos de resistencia en Sudáfrica. Así, en 1958 participó en el All African People Conference, organizada en Accra, como representante del Congreso Nacional Africano. 

En 1962, fue el alma de la organización de la Conferencia de Escritores de Expresión Inglesa en la Universidad de Makerere, en Uganda: Fue “el cerebro detrás del encuentro, construyendo puentes entre escritores africanos y de la diáspora, pero también de América y del Caribe”.  Fue un en encuentro clave en el que se pusieron sobre la mesa algunos de los debates que todavía hoy afloran en el continente, como el de la lengua en la que ha de escribirse la Literatura africana, y en el que estuvieron presentes algunos de los que serían los grandes nombres de las letras africanas de los siguientes años: Ngugui Wa Thiong’o, Chicnua Achebe, etc. 

Al año siguiente fundó el Chemchemi Creative Centre en Nairobi que quería ser “el lugar donde los jóvenes autores keniatas se conocieran y se nutrieron de la misma fuente”, tal y como cuenta Ngugi Wa Thiong’ó en el prólogo de la última edición de ‘Down Second Avenue” (Penguin Books, 2013). Un proyecto del que saldrían también importantes nombres de la cultura, como Henry Chakava, entre otros, , que se convertiría en uno de los más importantes editores del país. Además, durante varios años fue coeditor de la revista Black Orpheus (1960–64), publicada en la Universidad de Ibadan, y de Africa Today (1967), y en París dirigió el programa africano en el congreso de Libertad Cultural de París. 

Entre los años 1966-74 vivió en Estados Unidos, donde trabajó en diversas universidades, hasta que finalmente pudo volver a instalarse con su familia en Sudáfrica. Eran los años de auge del movimiento de Conciencia Negra, de Steve Biko, algo sobre lo que él mismo también había trabajado. Fue entonces cuando decidió cambiar su nombre, volver a los orígenes, y dejar Ezequiel por Es’kia. 

Corría el año 1976 y las cosas distaban mucho de ser fáciles. En primer lugar, le fue denegada la vuelta a su trabajo como profesor universitario, aunque se le asignó algo parecido, lo que le permitió conocer de cerca la situación de la educación en su país. Eran tiempos revueltos, en los que tuvieron lugar las revueltas de Soweto y otras movilizaciones para una educación decente. Así pasó tres años hasta que, en 1979, pudo unirse a la Universidad de University of the Witwatersrand como investigador en el Instituto de Estudios Africanos. En 1983 fundaría el departamento de Literatura africana de Wits, convirtiéndose en el primer profesor negro de la institución

Entre medias, nunca dejó de escribir. Ensayos –The African Image (1962) y Voices in the Whirlwind (1972), en la que trata el tema de la Negritud, el nacionalismo, la escritura de los escritores africanos y la imagen literaria de ÁFrica-; historias cortas, recogidas también en diversos volúmenes (In Corner B (1967), The Unbroken Song (1981), y Renewal Time (1988), y novelas, como Chirundu, una de sus obras más conocidas, publicadas en 1979.

Un activista, en definitiva, profundamente unido a la educación y la cultura, y a la firme convicción de que el arte y los artistas son indispensables para la sociedad. Un muchacho que había comenzado cuidando al ganado y odiando el colegio y que terminaría convertido no sólo en un intelectual sino en el impulsor de numerosos escritores y artistas africanos. 

Fallecido en noviembre de 2008, a los 88 años de edad, The Guardian lo denominó como “un gigante de la literatura africana moderna” y en Sudáfrica no han dejado de realizar homenajes en su honor. Quizás el que más le hubiera gustado habría sido la creación del   Eskia Institute, un centro de aprendizaje para el desarrollo afro-centrado.

Además, en su Sudáfrica natal, el Museo Amazvi de Literatura de Sudáfrica creó esta exposición on line, con fotografías procedentes del archivo de Drum Magazine y diversos archivos, para contar su historia con imágenes. Muy recomendable.

 

 

Mil maneras de contar y acercar África

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Mil maneras de contar y acercar África

El alumnado de 6ª de Primaria del colegio público Marqués de la Real Defensa de Tafalla, (Navarra) comenzó el curso pasado (2021-2022) con una pregunta un poco rara: “¿Qué sabemos de África?”. La primera actividad consistió en escribir su propio relato sobre lo que conocían (o desconocían) sobre el continente e imaginar cómo podía ser el día a día de una niña o niño de su edad en algún país africano. No había contenido correcto o incorrecto, sólo una primera aproximación a una realidad que pronto les iba a sorprender.

Era el primer paso de  “África. Mil historias”, una iniciativa que, diez meses después, terminaría recibiendo el premio a Mejor proyecto TIC en educación inclusiva, igualdad y diversidad y que cuenta ya con conexión directa con destacadas personalidades africanas, como la mismísima directora de la Organización Mundial del Comercio, Ngozie Okonjo-Iweala, que les envió un vídeo de 12 minutos respondiendo a las preguntas de la clase y agradeciendo el trabajo realizado.

Lo que pasó entre medias fue un curso entero dedicado a conocer y profundizar en el continente africano, alejándose de los estereotipos y visiones únicas. Desde el inicio de curso, estos niños y niñas de 11 años comenzaron a aprender sobre historia, arte o cocina africana, descubrieron cosas que no salen en televisión ni se encuentran en los mapas -descubrieron, incluso, ¡que los mapas no siempre se ajustan a la realidad!-, se acercaron a las  músicas y manifestaciones culturales de países tan diferentes como Benín o Sudáfrica, conocieron a sus deportistas y leyeron textos que les ofrecían discursos y visiones nuevas sobre el continente. Textos que se alejan de la victimización de las poblaciones africanas y que desde el feminismo, el anticolonialismo y el antirracismo muestran visiones críticas con las concepciones tradicionales.

Mil maneras de contar y acercar África
Imagen de algunos de los conceptos trabajados en el proyecto «África. Mil historias», realizado por una de las alumnas.

A sus 11 años, conocieron a Chimamanda Adichie, Wangari Maathai o Aminata Traoré; se acercaron a los textos de Donato Ndongo o Lucía Mbomío, y pusieron en su mapa mental a un montón de nombres africanos y afrodescendientes, aprendiendo a respetar y valorar sus saberes y cosmovisiones. Pero, sobre todo, se atrevieron a pasar a la acción y trabajar por las causas que les parecían justas. Enviaron cartas a diferentes instituciones y personas: en defensa de los derechos humanos, en búsqueda de un compromiso en determinados campos o  simplemente para felicitarles por el trabajo bien hecho. Mandaron sus misivas a organizaciones y mujeres y hombres referentes en África, la diáspora y la afrodescendencia. Y ¡comenzaron a recibir respuestas! Activistas medioambientales, luchadoras por los derechos de las mujeres, personalidades del mundo de la ciencia, escritoras y periodistas respondieron a sus cartas con vídeos y textos. Al igual que lo hicieron desde diversas instituciones, como Naciones Unidas, la OMS, la Comisión Europea o el Gobierno de España.

 

 

Era todo un éxito. Podían haberse quedado ahí. Pero ahora sabían muchas cosas que querían compartir con el resto del mundo y, al fin y al cabo, eran la #clasequevaacambiarelmundo, así que no podían parar. Por eso, pusieron en marcha acciones de sensibilización para el resto de su municipio y organizaron actividades como #ChocolateEsclavitud, en torno a la explotación laboral que supone la recogida del cacao, señalando la responsabilidad de las grandes empresas productores y animando a la población a comprar productos de comercio justo; investigaron sobre los minerales de sangre, reflexionado sobre el consumismo tecnológico que nos invade y los impactos sobre las poblaciones, y se atrevieron a difundir todo lo aprendido en plataformas digitales y medios tradicionales, participando en actos y entrevistas.

 

 

En definitiva, construyeron juntos un proyecto multidisciplinar que fomenta el aprendizaje desde diversos ámbitos -lectura, ciencia, nuevas tecnologías, idiomas, historia…-, promueve el respeto y el entendimiento entre las personas y despierta la curiosidad de los estudiantes para fomentar una verdadera educación transformadora.

Es, sin duda, una iniciativa que brilla por sí sola, pero que luce aún más si la cuenta, con la desbordante ilusión que le caracteriza, el artífice escondido detrás de este proyecto: Javier Ibáñez, @maestroconganas.  Un profe “ilusionado por transformar a los chicos y chicas y transmitirles la pasión por aprender y llegar a ser grandes profesionales y mejores personas”, tal y como él mismo se define.

Conocí a Javier en un encuentro de Teachers for Future al que asistimos desde Carro para hablar sobre consumo crítico y transformador. Ese día me contó el proyecto de la #clasequevaacambiarelmundo y su #AfricaMilHistorias y quedé inmediatamente enamorada de la idea. Desde entonces he ido siguiendo sus pasos, a través de vídeos, enlaces y documentos en los que compartían su evolución. Desde los primeros cuadernos de los chicos y chicas, sus actividades en la calle y las respuestas recibidas a sus cartas, hasta su flamante premio.

Desde el principio tuve ganas de compartir su historia, porque nos abre una ventana llena de posibilidades, ideas, propuestas e iniciativas para que el alumnado de muchos otros coles se convierta también en parte de la #clasequevaacambiarelmundo. Se me pasó el curso y ahora los chicos y chicas de sexto de primaria estarán ya en sus institutos, con nuevas materias, profesorado y responsabilidades, pero seguro que en sus cabezas resuenan todavía los nombre de Chimamanda y Ndongo; el vídeo de Okonjo-Iweala y las cartas recibidas desde toda África. Ahora cuentan con herramientas, referencias y conocimientos que, seguro, les ayudarán a ampliar sus horizontes e intereses. Por ello, vaya desde aquí este homenaje y esta invitación para que sigan cambiando el mundo.

 

Afropean. Notas sobre la Europa negra

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En Afropean. Notas sobre la Europa negra, el escritor, presentador y fotógrafo inglés Johny Pitts realiza un viaje por los márgenes de Europa. Un recorrido que le permite dibujar un  “mapa alternativo del continente” a través del cual viajamos a la banlieu parisina, al extrarradio de Estocolmo, al barrio de Matongé en Bruselas, o la antigua Universidad Patrice Lumumba de Moscú, para conocer y quizás entender cómo viven y se conforman las nuevas identidades entre la población afrodescendiente que vive en Europa. Un colectivo amplio, complejo y diverso: Afropeans son los hijos de inmigrantes llegados del Congo o Senegal en los años 40, pero también quienes acaban de llegar, los que vinieron de Surinam (antigua Guayana holandesa) a mediados de los 70 o quienes llegaron a Rusia  gracias a las becas de la extinta Unión Soviética. 

Afropean. Notas sobre la Europa negra

Primeras, segundas y terceras generaciones que se organizan de muchas y diversas maneras, en torno a múltiples identidades. En ocasiones, unidos por sus propios orígenes nacionales -”los ruandeses tienen sus propias cafeterías; los senegales sus restaurantes, pero ¿se mezclan?, ¿interactúan entre ellos?”, en otras, por cuestiones de clase -los que tienen estudios y los que no-, o simplemente a partir de intereses y objetivos comunes.  

Así lo cuenta el propio autor, consciente de ser, dentro de todo, un afropeo privilegiado: hijo de un músico estadounidense, con pasaporte británico, estudios superiores y un trabajo en la tele. El recorrido se entrelaza, así, con pasajes de su propia historia a través de comparaciones con el barrio en el que él mismo creció, Firth Park, en Sheffield, una ciudad industrial al norte de Inglaterra. 

Porque, ¿qué es exactamente un afropean? Se trata de un término acuñado por la cantante congolesa aficanda en Bélgica Marie Daule, líder de Zap Mama, a prinicipos de los 90. Se refería a la idea de un “nuevo continente” en el que, de alguna manera, estaba sucediendo una “colonización inversa” (p. 115). Pero es en realidad un término que se mueve, evoluciona y se niega a “quedarse quieto”: “Reconocer la afropeidad ofrece la oportunidad de tener puentes entre historias, culturas y personas diversas, pero, desde luego, no es un idea absoluta ni monolítica”(p.383).

Este recorrido ofrece una mezcla entre el reportaje periodístico y crónica histórica, entremezclado con entrevistas y retazos de conversaciones en la calle, un texto trufado de referencias musicales, -una de las pasiones del autor-, y literaias, a través del cual podremos descubrir autores autores como Caryl Phillips y su libro The European Tribe, publicado a finales de los 80 y en el que se recoge un trabajo similar: un viaje por la europa del momento -en el que incluyó España-  o Gloria wekker, autora de  La inocencia blanca: paradojas del colonialismo y la raza, además de innumerables músicos y cantantes. 

Un libro en el que se recogen las historias de un viaje de cinco meses por el continente pero que es sobre todo fruto de los lazos forjados gracias a la comunidad de Afropeans, la web creada por el autor años antes: una extensa red de amigos que le permitió llegar a lugares en los que de otro modo habría sido probablemente difícil, como el barrio-favela de Cova da Moura, en las afueras de Lisboa, o el de Bijlmerneer, todo un barrio de ascendencia surinamesa, en el que viven unas 100.000 personas; así como mantener reuniones con asociaciones como el New Urban Collective, en Amsterdam, que actualmente trabaja para construir sus propios Black Archives, reuniendo historias de resistencias protagonizadas y escritas por personas afrodescendientes como la pareja de los Huiswoud o Philomena Essed.

Además, el viaje nos lleva a visitar la antigua mansión donde vivió durante los años finales de su vida el escritor y activista James Baldwin,  a realizar un tour por el París de los africanos -poniendo el acento en su participación en la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo- y se detiene incluso en el madrileño barrio de Lavapiés, donde el autor pasó unos días. 

Un libro ganador del Premio Europeo de Ensayo, publicado en español por la editorial Capitán Swing y traducido por Miguel Marqués y María José Borrego, que nos permite acercarnos a una parte del continente de la que apenas se habla y conocer autores, historias y vidas que conforman también lo que hoy es Europa, tal y como escribe en la última página esta cita de Olivette Otele, profesora de Historia de la Esclavitud en la Universidad de Bristol: 

“La presencia de los afrodescendientes en Europa se suele escribir principalmente bajo el prisma del esclavismo y la colonización, ocultando una historia mucho más antigua. Durante siglos se les ha designado pura y simplemente con el término de “africanos”, omitiendo así su conexión con Europa y denegándoles la posibilidad de que reivindiquen su identidad europea”. 

 

Violencia y vida en el barco de esclavos

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A medidados de la década de 1740, Malachy Postlethwayt, comerciante al servicio de la Royal African Company solicitaba al Parlamento británico que subsidiara la trata, alegando  la “centralidad del comercio de esclavos para el Imperio británico”. Sus argumentos eran muy claros: 1) señalaba que ese comercio era “el más beneficioso para la nación de todos cuantos realizamos”; 2) indicaba que era clave para las manufacturas y 3) recordaba que servía como escuela para los marinos convirtiéndose en “un formidable vivero de poderío naval”. Además, añadía en su alegato final, los africanos estarían mejor “viviendo en un país civilizado y cristiano”. Postlethwayt resumía en una frase el relato que durante siglos sirvió para justificar la colonización africana -la “misión civilizatoria europea”- y explicaba en pocas líneas lo que durante siglos supondría el comercio de personas esclavizadas para las naciones que se aprovecharon de ella. 

Violencia y vida en el barco de esclavosEs una de las múltiples historias que recoge el historiador Marcus Rediker en su libro ‘Barco de esclavos’, en el que explica -como ya han hecho otros, que la esclavitud fue una de las claves de la Revolución industrial y del desarrollo del capitalismo global moderno, permitiendo altas tasas de acumulación en las grandes potencias de la época, principalmente Inglaterra. 

El sistema atlántico de trata

Efectivamente, la esclavitud se convirtió en un eje principal del comercio triangular que se estableció entre Europa, las colonias en América y las costas africanas. Las personas capturadas y esclavizadas en África eran embarcadas rumbo a América; allí, los barcos cargaban productos como azúcar o algodón con destino a Europa y, de aquí, zarpaban nuevamente a África repletos de mercancías con las que negociar en el continente. 

Este boyante comercio impulsó el desarrollo de numerosas e importantes industrias, no sólo el azúcar o el algodón, sino también de otras, como la de los astilleros. Así, Liverpool se convertiría en “la capital del comercio de esclavos”, con la construcción de barcos esclavistas como elemento central de la prosperidad de la ciudad.

Porque “el drama más tremendo de los últimos mil años de la historia humana”, tal y como escribió W. E. B. Du Bois, no comenzaba en la costa africana, ni en el barco, ni siquiera cuando los futuros esclavos eran capturados. Comenzaba mucho antes. Cuando los comerciantes de esclavos y miembros de la clase alta “se reunían en la bolsa del comercio o el café, poniendo en común capitales para comprar un barco, contratar un capitán y un tripulación” (p.188). Así lo escribía, ya en el año 1774,  James Fielsd Stanfield, quien se embarcó él mismo en una embarcación negrera para denunciar el comercio de esclavos en primera persona, una historia que también recoge Redicker.

La trata de personas, que provocó el traslado forzoso y la esclavitud de millones de hombres y mujeres durante cuatrocientos años, era fruto de un sistema minuciosamente pensado y calculado, que incluía a inversores, empleados de oficina y empresas aseguradoras, así como a funcionarios gubernamentales, especialmente aquellos que controlaban las fortalezas en las que los esclavos eran custodiados antes de montar en los barcos.

Asombra leer la minuciosidad con la que se llevaba el recuento de las personas esclavizadas, consideradas como mercancías a las que había que doblegar en cuerpo y alma pero, al mismo tiempo, conservar con vida. La “violencia de la abstracción” (Barry Unsworth), que permitía anotar sin cuestionamiento las cifras de personas embarcadas, fallecidos o enfermas, así como las ganancias en libros de contabilidad, anuarios, balances, gráficos y tablas. En los barcos se anotaba todo: hasta los mínimos detalles quedaban perfectamente registrados en los libros contables o de navegación y había quienes también lo anotaban en sus diarios de a bordo o en cartas a sus familiares. En todo este tipo de documentos, custodiados en archivos repartidos por todo el mundo, ha buceado el profesor Marcus Rediker durante veinte años de investigación para sacar a la luz este libro, publicado originalmente en 2007 y que ahora ha traducido Capitán Swing.

Las cifras son desgarradoras. Las historias personales que conforman el libro, lo son aún más. Casi 500 páginas en las que Redinker va alternando testimonios de las más incontables formas de violencia y horror: “sufrí escribiéndolo y es posible que el lector sufra leyéndolo”, explica en el prólogo.  

La trata de seres humanos se desarrolló a lo largo de cuatrocientos años, y se calcula que afectó a 14,4 millones de personas, de los que cerca de dos millones murieron durante la travesía. Pero estas son solo las cifras “oficiales”, que no contabilizan a todas aquellas personas que morían antes de llegar a los barcos: ya fuera en el trayecto desde su captura o en los lugares de hacinamiento previo al viaje. 

Porque el traslado era sólo una parte del proceso. Antes de embarcar, las personas esclavizadas llevaban ya a sus espaldas una larga ruta, en ocasiones de meses, por tierra o canoa, hasta llegar a los puertos de Senegambia, Costa del Oro (enlace interno) o Sierra Leona. El libro explica cómo las incursiones se fueron haciendo más profundas, más hacia el interior, según aumentaba la “necesidad” de esclavos. En el siglo XVII, la mayoría de los cautivos procedía de un radio de unos 80 kilómetros de la costa; a partir del siglo XVIII, se amplió a cientos de kilómetros hacia el interior. 

Las capturas se llevaban a cabo a través de lo que se denominó el “gran pillage”: incursiones sorpresa en las aldeas, quemando las viviendas y capturando a los aldeanos en la huida. Lo que esto suponía, para los capturados pero también para quienes quedaban en la aldea, que veían desaparecer sin explicación a sus jóvenes, lo explica magníficamente Leonora Miano en La estación de la sombra. 

 

La violencia más extrema

En este libro, Redinker se centra en el viaje en sí y el espacio en el que se llevaba a cabo: el barco esclavista.  “El barco negrero no sólo transportaba a millones de personas hacia la esclavitud, sino que también los preparaba para ella” (p. 464) . Esta frase resume bien lo que Rdiker quiere contar en su libro, en el que aborda la cuestión del barco de esclavos como algo que iba mucho más allá del mero medio de transporte. Un lugar en el que se utilizaba la más absoluta violencia para controlar a los prisioneros y en el que todo estaba pensado para subyugarlos: la distribución, el espacio (siempre mínimo), los castigos y hasta la elección de los prisioneros. Para evitar la interacción entre ellos, los esclavos que viajaban en cada barco eran de distintas zonas y tenían diferentes lenguas, de tal manera que estuvieran “imposibilitados de consultar unos con otros”, tal y como escribía Richard Simson.

Un trayecto en el que eran habituales las torturas y las palizas, no sólo como forma de castigo sino también como método ejemplarizante ante otros prisioneros. Ni siquiera negarse a comer estaba permitido, pues suponía “una merma” del cargamento y, por lo tanto, disminuía los beneficios, provocando, además, un mal precedente ante otros esclavos. La amenaza de insurrección siempre estaba presente, y el barco-prisión debía estar preparado para ello. 

Múltiples formas de resistencia

Si el barco era un “proceso de supresión cultural” impuesto desde arriba, era también un proceso opuesto de creación cultural desde abajo” (p. 350). Viajes en los que las que las formas de resistencia fueron múltiples y variadas, a pesar de que todo estaba pensado para evitar la interacción entre los propios prisioneros.

Violencia y vida en el barco de esclavos
Insurrección en el barco esclavista. Imagen del libro ‘Barco de esclavos’.

Había quienes se negaban a comer, quienes decidían saltar por la borda -con el tiempo, los barcos comenzarían a llevar redes para evitar esta posibilidad de escapatoria- y quienes conspiraban para poner en marcha rebeliones en el barco. Revueltas que no eran producto de un ardor espontáneo sino de un cuidadoso trabajo de preparación. Fracasaron, en su mayoría, pero hay registros también de las que lograron salir adelante: como la del esclavo que se negó a comer y fue asesinado por el capitán pero, en lugar de infundir más miedo entre el resto de esclavos, terminó provocando una revuelta colectiva (p.350).

Estas resistencias, en las que las mujeres y niños jugaban un papel importante, por gozar de algo más de movilidad dentro del barco, sirvieron para crear lazos afectivos en los que se forjaban nuevas formas de vida:  

Idearon nuevas lenguas, nuevas prácticas culturales y una comunidad naciente de quienes viajaban juntos… Dieron origen a una relación de parentesco ficticia, pero muy real, para reemplazar a la que había sido destruida por su secuestro y esclavización en África” (p. 18). 

Entre estas formas de comunicarse ellas destacaba el canto, un medio de “crear una base común de conocimientos y de forjar una identidad colectiva” (375), que estaba mayoritariamente a cargo de las mujeres. El origen marítimo de culturas que eran a la vez afroamericanas y panafricanas (p.351), y el inicio de unos lazos que perdurarían y continuarían tejiéndose en las plantaciones y otros lugares en los que todavía aguardaban más historias de violencia, discriminación e infamia.