Un año más, los amigos de África Imprescindible Navarra han organizado un otoño repleto de actividades para seguir acercándose al continente
Habrá mucho cine, literatura, exposiciones y algunos encuentros tan interesantes como el que unirá al fotógrafo Mamadou Gomis y a Fátima Djarra, integradora social, mediadora intercultural y activista por los derechos humanos y contra la Mutilación Genital Femenina.
Otras actividades interesantes serán el el «Cinco miradas, cinco Áfricas», en la que Chema Caballero y Sonia Fernández trazan la visión del continente que nos ofrecen cinco escritoras africanas, que abordan temas como identidad, discriminación y la opresión.
El cine, por su parte, siempre de la mano de Beatriz Leal, traerá películas como la nigeriana «All the colours of the world are between black and withe», en la que se trata el tema de la homosexualidad; o la keniana ‘Shimoni’, entre otras.
Esta iniciativa, que cumple ya su 23 edición, es posible gracias al trabajo de un grupo de ONGs conformado por Asamblea de Cooperación por la Paz, Fundación Felipe Rinaldi, Medicus Mundi, Ojos del Mundo, Oxfam Intermón. Proclade Yanapay, Solidaridad, Educación y Desarrollo y Tau Fundaziona.
El pueblo turkana, de histórica tradición nómada, habita en la zona noroccidental de Kenia, cerca de las fronteras con Uganda, Sudán del Sur y Etiopía. Una zona árida, calurosa, despoblada y en la que la supervivencia depende casi exclusivamente del ganado y de las lluvias.
Es el escenario en el que se desarrolla Between The Rains, un documental que sigue durante cuatro años la evolución de Kolei, un joven pastor -”el niño que nació entre las cabras”- al que retrata en su paso de la infancia a la madurez. Kolei, un niño huérfano, cuya única opción es el pastoreo, y que no termina de encajar del todo en las costumbres y exigencias de su pueblo. Un pueblo del que sabemos poco pero que resuena rápidamente en nuestro imaginario, pues sus mujeres son fácilmente reconocidas por los collares de cuentas que llevan en el cuello.
Dirigida por Moses Thuranira Thiane y Andrew H Brown, en la película se abordan dos aspectos que, de alguna manera se retroalimentan. Por un lado, una visión más antropológica, en la que se van mostrando las tradiciones del pueblo turkana, sus reflexiones y su forma de entender la vida, así como su relación con la naturaleza en el contexto de una comunidad que aún mantiene profundamente arraigadas sus propias formas de vida, ritos, rituales y creencias. Rituales como el del asapan, el más importante en la vida de cualquier hombre, por el cual un guerrero se convierte en un anciano respetado. Una cultura milenaria que, sin embargo, va resquebrajándose poco a poco y que desaparecerá probablemente en las próximas décadas.
Al mismo tiempo, otra parte va incorporando una reflexión sobre los efectos del cambio climático y los impactos directos e indirectos que está provocando en la zona. Los más mayores identifican los efectos y de alguna manera dan a entender que la ira de la naturaleza, empeñada en privarlos de agua, disminuirá cuando las tribus vuelvan a comportarse como lo hicieron siempre.
“La lluvia volverá cuando devolvamos a la naturaleza a su estado anterior”, dice uno de los protagonistas. Akuj, el espíritu de la Naturaleza, es el dios del pueblo turkana, y la Naturaleza está enfadada, por eso no llueve. “Se ha enfadado con nosotros desde que nos asentamos en un solo lugar”.
La falta de lluvias tiene consecuencias desgraciadas para los cultivos y el ganado. Y la falta de ganado ha provocado robos y enfrentamientos entre unos pueblos y otros. Una situación que, sumado a la disponibilidad de armas, la desesperación de los jóvenes, la falta de oportunidades y los enfrentamientos interétnicos, ha dejado numerosos muertos y nuevos agravios entre pueblos. Momentos de gran violencia en los que la venganza y el resentimiento se encuentran muy presentes.
Visualmente, la cámara nos lleva a disfrutar de los grandes momentos que ofrece la naturaleza: los rebaños de cabras al atardecer, los caminos polvorientos, las grandes fogatas, panorámicas de las zonas arboladas.. Hasta que por fin, el cielo se oscurece y llega la ansiada lluvia, lluvia que transmite alegría, tranquilidad, paz a todo aquel la recibe. Lluvia que hará reverdecer los pastos y engordará a las cabras y llenará los arroyos.
Una lluvia que, sin embargo, es cada vez más esporádica y que, cuando cae, lo hace de forma torrencial provocando que más de 23 millones de pastores se vean en situación de extrema necesidad en África oriental debido al cambio climático,
Between the rains, que ha sido galardonada como mejor película documental y mejor fotografía en el Festival de Tribeca 2023, se podrá ver en pantalla grande en la novena edición del Another Way Festival que se celebra en Madrid del 18 al 25 de octubre. Un encuentro en el que, además, habrá una amplia variedad de películas y documentales que abarcan temas que van desde la industria del plástico a los cultivos de naranjas o las historias de superación de los pequeños pescadores, y que cuenta además con una interesante variedad de actividades paralelas.
Todo surgió de una sencilla pregunta que Alejandra Evuy se hacía desde pequeña: “mamá, ¿dónde están las princesas, las heroínas y las científicas negras en los libros que tenemos”?.
La falta de referentes negros es una realidad que los colectivos afrodescendientes intentan cambiar través de iniciativas para crear una narrativa más diversa y ajustada a la realidad en la que las personas negras ocupen el lugar que les coresponde a nivel histórico, cultural, artístico, deportivo… Estas iniciativas conforman un movimiento multidisciplinar que en España ha cobrado fuerza a través de proyectos culturales como United Minds, Afroconciencia o Afroféminas, el teatro de Silvia Albert, las propuestas de Desirée Bella, o el proyecto de AfroMayores, de Lucía Asué Mbomío, por nombrar solo algunas.
Y esto es precisamente lo que intentan hacer también desde el proyecto Potopoto, una iniciativa de carácter socioeducativa creada hace cinco años por Alejandra Evuy Salmerón Ntutumu, y que prepara ahora la publicación de su segundo libro: “Las hermanas Mangué y otros cuentos africanos”. Un libro que quieren financiar a través de una campaña de crowdfunding que comienza este día 23 de abril, -coincidiendo con el Día Internacional del Libro-, tal y como ya hicieron con su primera publicación, “El viaje de Ilombe”.
El objetivo es acercar los cuentos africanos y la literatura oral del continente a los niños y niñas de todo el mundo. Para ello, Alejandra Salmerón rescata las historias que le contaba su madre de pequeña, recoge proverbios y curiosidades sobre el continente africano y los acompaña de las preciosas y cuidadas ilustraciones de otra joven afromurciana, Adaora Onwuasoanya.
En el corazón de estos cuentos subrayce la frase que su madre le decía a Alejandra: “Son las historias pequeñas las que hacen el mundo grande”. Esta es la idea que le impulsa a a seguir creando espacios de fantasía en los que los niños y niñas negros también puedan verse representados. Por su parte, Adaora Onwuasoanya, que recuerda haberse criado leyendo a Caperucita y Blancanieves, señala que ha sido su encuentro con los cuentos africanos lo que le está permitiendo reconectar con su origen afro.
El resultado de lo que nos ofrecen es en realidad mucho más que un libro. Porque Potopoto -que significa “barro” en lengua fang- ha crecido mucho en estos cinco años y sus responsables han creado todo un universo repleto de recursos, entre los que destaca el afrodiccionario para acercar a pequeños y mayores a las tradiciones y la oralidad africana. En él nos encontramos con términos como el Abaá, la casa de la palabra, donde los ancianos se reúnen los asuntos importantes; conocemos el Reino de Askum y pueblos como los Ibibio (de Nigeria), o los Himba (Namibia), y nos podemos acercar también a las comidas, animales y costumbres africanos. Además, el proyecto ofrece una nutrida colección de audiocuentos, narrados en la voz de Camila Monasterio, autora a su vez del libro-disco “La historia de Awa”, en la que recorre la historia de la lucha antirracista a través de imágenes y música.
Una iniciativa que acercará, a niños y mayores, al continente vecino, del que aún nos separa un enorme desconocimiento.
Vuelven las Jornadas África organizadas por Umoya en la Universidad de Valladolid, esta vez con el foco puestos en las «Resistencias en medio de las crisis y conflictos».
Se trata de una semana de ponencias y charlas destinadas a comprender lo que sucede el continente vecino en la que participarán Gerardo González Calvo, autor de libros como África, un continente saqueado, que presentará el lunes día 13; Moussa Kané, trabajador social, que charlará sobre conflictividad en el Sahel (miércoles, 15), y la periodista Rosa Moro, experta en la zona de los Grandes Lagos y autora del libro ‘El genocidio que no cesa‘, en el que analiza lo acontecido en Ruanda y el Congo en los últimos 20 años.
Este año, además, tengo el placer de participar en las jornadas hablando sobre resiliencias y resistencias al cambio climático, con especial atención al papel de las mujeres. Si os interesa, ¡nos vemos por #Valladolid!
En 1961, Maldoror consigue una beca para estudiar en el prestigioso Instituto Nacional de Cinematografía de la Unión Soviética (VGIK). Allí compartirá curso con Ousmàne Sembène, más tarde considerado como el padre de la cinematografía africana y allí descubrirá, cuenta, el “verdadero racismo”, según sus propias palabras.
Más tarde, junto a su compañero Mario Pinto de Andrade, uno de los líderes del MPLA (Movimiento Popular para la Liberación de Angola) en el exilio, realizará su primer viaje a África, recorriendo Guinea Conakry, Marruecos, Túnez y Argelia, donde consigue trabajar como ayudante del italiano Gillo Pontecorvo en su película La batalla de Argel (1966). Es su primera intervención detrás de las cámaras, y en este país aprovecha también para colaborar en el documental Ellas, realizado por el argelino Ahmed Lallem, que aborda la participación de las mujeres en la revolución, un tema que luego estaría muy presente en la cinematografía de Maldoror. Desde su primer viaje a África se da cuenta de que el cine, la conjugación de la palabra hablada y la imagen, es el mejor medio para contar el continente y ella lo va a hacer de una manera completamente diferente a como la habían hecho las cinematografías coloniales, a través de un cine militante que rompe con el imaginario europeo y se nutre de sus abundantes lecturas de poetas y dramaturgos negros.
Trilogía inacabada sobre la lucha anticolonial
Su primera gran obra será Monangambee (1969), un cortometraje rodado en Argelia en el que recrea el relato titulado O fato completo, de Lucas Matesso (1967). La obra representa la violencia colonial y cómo ésta se aplicaba de forma totalmente arbitraria. En las primeras imágenes, un detenido conversa unos minutos con su mujer, se besan, se abrazan y la mujer le susurra al oído “el próximo día te haré un “fato completo10”. Un confidente lo escucha y se lo cuenta al director de la prisión, que le atiende en su despacho presidido por un cuadro de Salazar en el que la cámara se detiene en varias ocasiones. El director, indignado y creyendo que se trata de un mensaje en clave, decide darle un escarmiento al preso. No sabe, o no quiere saber lo que significa un “fato completo” -un plato típico de Angola- y lo usa como argumento de la culpabilidad del preso. La cinta, en blanco y negro y con pocos diálogos, juega con las sombras y la oscuridad y se detiene en los detalles, mostrando las paredes ruinosas de la celda, el sudor y el hambre para mostrar cómo funciona la violencia, física y psicológica, que la colonización ejercía sobre los angolanos.
La música, que corrió a cargo del Chicago Art Ensemble, uno de los grupos iconos del jazz libre, juega un papel espectacular para crear el ambiente de tensión y miedo que Maldoror recrea en esta película. Una gran banda sonora que la directora consiguió de forma gratuita gracias a su capacidad para establecer lazos y movilizar una tupida red de solidaridad afroamericana. De igual modo, al final de la cinta se presentan las fotografías de la periodista italiana Augusta Conchiglia que muestran la vida en prisión y en las guerrillas, y a la que había conocido a través de otra mujer, la montadora Jacqueline Meppiel (1928-2011), durante el Festival Panafricano de cine de 1969 (Do Carmo, 2018).
Tan solo dos años después rueda Des fusils pour Banta (1971), una película que nunca llegaría a ver la luz, al ser confiscada por el Gobierno argelino. Éste era el primer financiador de la película, pero una vez rodada, y tras un altercado de la cineasta con un general argelino, Maldoror fue expulsada del país y las cintas de rodaje confiscadas. Desde entonces, nunca han sido encontradas. Sin embargo, en 2010 se estrenaría Preface a à Des fusils pour Banta, una obra de Mathieu Kleyebe Abonnenc en la que el autor intenta recrear diversas versiones de lo que pudo haber sido la versión original. La película, que Maldoror había rodado durante tres meses en Guinea Bissau para documentar la lucha del PAIGC (Partido Africano por la Independencia de Guinea y de Cabo Verde) se centra en una joven mujer, Awa, que se ha unido al partido para participar en la lucha, lo que le permitía a Maldoror alternar tomas de la vida doméstica con otras en las que las mujeres transportan armas y se suman a la lucha. Esta película tenía, por tanto, una doble mirada contrahegemónica: decolonial y de género, poniendo el acento en algo que más tarde siempre reseñaba en sus entrevistas: que, en todas las luchas de liberación, las mujeres jugaron un papel clave, aunque no fueran reconocidas: “Al final, las guerras sólo funcionan si las mujeres toman parte. No tienen que sujetar un bazooka, pero sí tienen que estar presentes” (Sezirahiga, citado en Petty, 1996).
Esta trilogía de películas sobre las luchas anticoloniales terminaría con Sambizanga, publicada en 1972 y basada en la novela corta de José Luandino Vieira, La vida real de Domingos Xavier. En esta obra, Maldoror se acerca de nuevo a la opresión provocada por el colonialismo portugués. La película comienza mostrando escenas de la vida cotidiana y tranquila en una pequeña aldea en la que los niños juegan al fútbol mientras las mujeres cocinan. Una pareja disfruta de su bebé recién nacido en unas imágenes de gran belleza que contrastan fuertemente con la violencia que se desata segundos después, cuando aparece la policía para llevarse al marido. A partir de ahí comienza la historia de este filme que narra la odisea de Maria, la mujer, que recorre dependencias oficiales para saber qué ha pasado con Domingos. La obra, en la que abundan los saltos hacia delante y atrás, se desarrolla en tres planos: el hombre, aprisionado y torturado por sus capturadores; el de Maria, su mujer, con el niño a la espalda, intentando saber algo de su marido a base de recorrer las dependencias oficiales donde apenas obtiene información, y el de un viejo luchador clandestino, que aprovecha su medio ceguera para intentar adivinar la identidad del preso, presumiblemente para comunicarse con él y avisar a sus compañeros, que podrían estar en peligro (Gugler, 1999).
La mujer como protagonista
Las imágenes con las que comienza la película se alejaban del imaginario que habitualmente se mostraba de África y los africanos, retratados como seres sin vida, siempre sumidos en la miseria y la inactividad. Maldoror se alejaba ya desde los años 70 de esta mirada, eligiendo para sus obras mujeres bellas, activas y luchadoras.
Con esta obra, por la que recibió el Tanit de Oro en el Festival de Cine de Cartago, termina su periodo más puramente africano, filmando algunas de las revoluciones del continente y poniendo su cámara al servicio de las poblaciones ocupadas por la colonización. Pero su cine comprometido no termina ahí. De hecho, continuará durante toda su vida.
Nacida en 1929 en el sur de Francia, de madre francesa y padre antillano, el nombre con el que la futura cineasta vino al mundo fue Sarah Ducados, aunque pronto lo cambiaría por el de Sarah Maldoror, que sería su firma artística para siempre, inspirándose en la obra Los Cantos de Maldoror, del poeta franco uruguayo Isidore Ducasse, conde de Lautréamont. Su activismo y pasión por el arte, inicialmente el teatro, comienzan pronto, mucho antes de que pensara siquiera en coger un cámara de cine.
Tras trasladarse a París e intentar trabajar como actriz, es consciente de que lo único que consigue es hacer papeles de limpiadora, porque no había otra posibilidad para los artistas negros. Es entonces cuando decide, junto a un grupo de amigos, fundar su propia compañía de teatro, con el objetivo de hacer los papeles que de verdad querían representar. Significativamente llamada Les Griots, la compañía fue, muy probablemente, la primera troupe de teatro negro en París, en un entorno en el que, como decíamos, los papeles para personajes negros eran absolutamente minoritarios y siempre muy estereotipados. Entre los fundadores se encontraban otros estudiantes, pertenecientes al amplio grupo de jóvenes que en aquellos años llegaban a la metrópoli desde las colonias para cursar estudios universitarios. Eran el senegalés Samba Babacar, que también terminaría dedicándose al cine en su país natal; Timité Bassori, hoy considerado un clásico del cine en Costa de Marfil, la cantante y actriz haitiana Toto Bissainthe, y el actor guadalupano Robert Liensol. Durante estos años, el grupo de Les Griots ensaya y actúa de forma amateur mientras se juntan con otros jóvenes intelectuales de la diáspora, estudiantes brillantes llegados desde todas las colonias del Imperio francés.
Círculos en los que se entremezcla la filosofía, el arte, la música y la protesta por la situación colonial y en el que desde hace ya años bulle el Movimiento de la Negritud. Inspirados por las obras y el activismo político de Aimé Césaire y su Discours sur le colonialisme, León Damas y Leopoldo Sedar Senghor, el movimiento reivindica libertades para la población de las colonias y exigen ser considerados como iguales, no sólo en derechos sino también en capacidades. Reivindicaciones que se nutren de las ideas expuestas desde los años 50 por el psiquiatra, filósofo y escritor Frantz Fanon, otro de los nombres clave del Movimiento de la Negritud. Algo más mayor que los anteriores, Fanon fue el verdadero pionero, especialmente desde la publicación en 1952 de su obra Peau noire, masques blancs, un libro en el que analiza lo que suponen las relaciones coloniales, el sentimiento de inferioridad vivido por la población negra debido a la continua negación de su propia historia y sus capacidades, así como la pérdida de su propia cultura en el intento por alcanzar la del colonizador. Una década después, en 1961, se publicaba su otra gran obra Los condenados de la tierra, (1961) prologado por Jean Paul Sartre.
En este ambiente surge también el que será otro gran foco de ideas, propuestas y reflexiones en torno a la colonialidad, la revista y editorial Présence Africaine en la que se daban cita las voces de todos los pensadores y activistas contra el colonialismo y que se convertiría en “una de las referencias ineludibles del pensamiento poscolonial” (Frioux-Salgas, 2010:43), y que estaba dirigida por Alioune Diop, amigo personal de los fundadores de Le Griot.
Todas estas obras e ideas sin duda influyen en Maldoror, que se suma a ellas y desde el pequeño espacio que es su grupo de teatro, colaboran a la causa en un periodo de experimentación y apertura total: lo mismo representan poesía de autores negros como clásicos franceses -hicieron el Don Juan de Molière- u obras como Huis clos, del citado Jean Paul Sartre, muy unido al Movimiento de la Negritud. Actúan en asociaciones juveniles, residencias de mayores y casas de la juventud y comienzan a tener sus primeros éxitos. Participan en diversos espacios europeos y con la representación de la obra Los Negros, de Jean Genet, en 1959, obtienen un gran reconocimiento. Es entonces cuando llega la posibilidad de representar Le Roi Christophe, de Aimé Césaire. Es su momento cumbre. Sin embargo, por algunos malentendidos, termina siendo otra compañía quien lo represente, lo que supone algunas divisiones en el grupo, que terminará por disolverse.
Maldoror fue la primera mujer en realizar un largometraje en África, formó parte de la intelectualidad en torno al movimiento de la Negritud en París, aprendió cine en la Unión Soviética y filmó historias de los márgenes en su Francia natal. Fue una pionera que llevó a cabo un cine militante y comprometido, con una mirada muy particular a lo largo de sus 90 años de vida y cerca de 40 obras.
Sin ser africana de nacimiento, no hay relación sobre cine africano que no hable de ella, y su nombre se asocia inmediatamente con el del primer cine de las independencias. En las entrevistas, no se cansaba de repetir que sus antepasados eran esclavos y, por tanto, está indivisiblemente unida al continente, a pesar de las dificultades que conlleva la multiplicidad de identidades:
“Me siento en casa en todas partes. Soy de todos sitios y de ningún lugar. (…) Los antillanos me acusan de no vivir en Las Antillas, los africanos dicen que no nací en el continente africano y los franceses me critican por no ser como ellos”.
Maldoror va a formar parte de la primera generación de cineastas africanos que se ponen detrás de la cámara con el objetivo de desarrollar una identidad propia, desafiando la imagen que la cinematografía y el discurso colonial había dado de los africanos: pueblos sin historia, sin rumbo, sin cultura ni agencia en sus propias vidas. Este cine nace con una marcada tendencia política y con un claro objetivo didáctico: mostrar los valores propios de tal forma que el espectador se sienta parte de ellos, se identifique y tenga sus propios referentes. Como la propia Maldoror escribiría años más tarde en una carta póstuma a uno de los primeros realizadores senegaleses, Paulin Vieyra, por primera vez ellos empezaban a mirar a los otros, no eran ya sólo los “mirados” (Maldoror, 2004). Intuyen que “las imágenes visuales también producen poder” (Brah, 2011:154) y quieren utilizarlo para mostrar las vidas y las luchas de los más oprimidos.
Un reto complicado teniendo en cuenta que hasta muy poco antes de que Maldoror comenzara a hacer cine en África, los libros de texto, las universidades, la administración incluso, seguía venerando la cultura del colonizador: en las excolonias francesas se estudiaba la historia de Francia; en las inglesas se representaba a Shakespeare, y las nuevas constituciones copiaban a las del Viejo Continente. El cine se mostraba con el vehículo para mostrar y reivindicar la propia historia, un arma indispensable para el cambio político y social que habría de venir con las independencias y para construir la idea nacional de los nuevos países. Era el “tercer cine”, según la denominación de los directores argentinos Fernando Solanas y Octavio Gettino, que lo querían diferenciar así de lo que llamaron el Primer Cine – el comercial, realizado por Hollywood- y el Segundo cine -el puramente artístico, burgués, creado en Europa.
En este sentido, la obra de Maldoror es crucial porque “aporta su mirada de mujer negra sobre una parte del continente africano en una época en la que apenas se comenzaba a hablar del cine africano”, (Berthet y Oriach, 2017). Una época en la que las mujeres estaban muy alejadas de las producciones cinematográficas, aunque cabe destacar la presencia de cineastas como la argelina Assia Djebar, la camerunesa Thérèse Sita-Bella, la senegalesa Safi Faye y la egipcia Aziza Amir. Además, tal y como apunta Cynthia Marker, tanto Sarah Maldoror como Safi Faye, a las que considera como madres del cine africano, ofrecieron una renovación de las narrativas clásicas establecidas en la época, y para ellas inventa el término “cinécrivaine” (Marker, 2000: 454), con el que quiere evocar una narrativa de experimentación específicamente creada para representar a las mujeres. Un término que extrae a su vez del de la “cinecriture”, propuesto por Agnès Varda, renovadora a su vez del cine francés y representante de la New Wave.
Fue uno de los más destacados académicos y artistas de África, aunque su nombre no es en la actualidad tan conocido como el de otros grandes autores africanos. Es’kia Mhaphlele, autor de novelas, ensayos e historias cortas, además de crítico literario, fue sobre todo un dinamizador cultural del continente. Un hombre que participó -y promovió- los principales encuentros, revistas y eventos literarios relacionados con el continente africano desde las independencias hasta su muerte.
Una figura emblemática de Sudáfrica, activamente comprometido contra la desigualdad y el régimen impuesto por el Apartheid, y que con su trabajo logró allanar el camino a muchos escritores y artistas de todo el continente.
Mphahlele es autor del libro Down Second Avenue (publicado por primera vez en 1959), un clásico sudafricano en el que narra su infancia en un ambiente de segregación, ya desde mucho antes de la instauración oficial del Apartheid, en 1949, y en el que introduce una fuerte crítica contra las condiciones a las que se enfrentaba la población negra bajo el dominio blanco.
Nacido en Pretoria en 1919, en sus memorias cuenta cómo sus padres le mandaron a vivir con su abuela, en una zona remota de la actual provincia de Limpopo, donde aprendió a odiar el colegio. “Empecé a asociarlo con el dolor, el dolor físico, y el uso de la vara (….) Y me prometí a mi mismo que lo detestaría toda mi vida”. Sin embargo, a pesar de su mal recuerdo y de las dificultades en el hogar -su padre abusaba del alcohol, lo que obligaba a la madre a cargar con todas las ocupaciones y pagar las deudas-, Mphahlele terminó convirtiéndose en profesor, tras estudiar por correspondencia en la Universidad de Sudáfrica, y en un firme apasionado de la docencia.
Muy pronto descubrió también su gusto y habilidad por la escritura, y en el año 1947 logró que le publicaran una serie de historias cortas, que aparecieron con el nombre de Man Must Live, editadas por African Bookman, una de las pocas editoriales que por entonces publicaba a esctritores negros y que, además, tenía como objetivo ser asequible para la población de color. Al mismo tiempo comenzó a colaborar con un periódico disidente llamado Voice.
En 1952 comenzaba a asentarse como profesor en un colegio de Orlando, pero su carrera educativa en Sudáfrica terminó pronto, al ser objeto de una de las prohibiciones que imponía el Gobierno por su firme oposición a la Ley de Educación Bantú, aprobada en 1953 y por la que la población negra apenas podía estudiar lo justo para realizar trabajos sin cualificación.
Trabajó entonces como editor de la revista Drum Magazine, (de la que hemos hablado mucho aquí), durante los años 55-57, un lugar donde pronto comenzaría a convertirse en el referente e impulsor para muchos otros muchos escritores y autores de aquellos años.
Sin embargo, en 1957 tuvo que exiliarse, primero a la vecina Leshoto y más tarde a Nigeria, donde continuó estrechamente unido al mundo de la cultura y la academia y mantuvo sus fuertes lazos con los movimientos de resistencia en Sudáfrica. Así, en 1958 participó en el All African People Conference, organizada en Accra, como representante del Congreso Nacional Africano.
En 1962, fue el alma de la organización de la Conferencia de Escritores de Expresión Inglesa en la Universidad de Makerere, en Uganda: Fue “el cerebro detrás del encuentro, construyendo puentes entre escritores africanos y de la diáspora, pero también de América y del Caribe”. Fue un en encuentro clave en el que se pusieron sobre la mesa algunos de los debates que todavía hoy afloran en el continente, como el de la lengua en la que ha de escribirse la Literatura africana, y en el que estuvieron presentes algunos de los que serían los grandes nombres de las letras africanas de los siguientes años: Ngugui Wa Thiong’o, Chicnua Achebe, etc.
Al año siguiente fundó el Chemchemi Creative Centre en Nairobi que quería ser “el lugar donde los jóvenes autores keniatas se conocieran y se nutrieron de la misma fuente”, tal y como cuenta Ngugi Wa Thiong’ó en el prólogo de la última edición de ‘Down Second Avenue” (Penguin Books, 2013). Un proyecto del que saldrían también importantes nombres de la cultura, como Henry Chakava, entre otros, , que se convertiría en uno de los más importantes editores del país. Además, durante varios años fue coeditor de la revista Black Orpheus (1960–64), publicada en la Universidad de Ibadan, y de Africa Today (1967), y en París dirigió el programa africano en el congreso de Libertad Cultural de París.
Entre los años 1966-74 vivió en Estados Unidos, donde trabajó en diversas universidades, hasta que finalmente pudo volver a instalarse con su familia en Sudáfrica. Eran los años de auge del movimiento de Conciencia Negra, de Steve Biko, algo sobre lo que él mismo también había trabajado. Fue entonces cuando decidió cambiar su nombre, volver a los orígenes, y dejar Ezequiel por Es’kia.
Corría el año 1976 y las cosas distaban mucho de ser fáciles. En primer lugar, le fue denegada la vuelta a su trabajo como profesor universitario, aunque se le asignó algo parecido, lo que le permitió conocer de cerca la situación de la educación en su país. Eran tiempos revueltos, en los que tuvieron lugar las revueltas de Soweto y otras movilizaciones para una educación decente. Así pasó tres años hasta que, en 1979, pudo unirse a la Universidad de University of the Witwatersrand como investigador en el Instituto de Estudios Africanos. En 1983 fundaría el departamento de Literatura africana de Wits, convirtiéndose en el primer profesor negro de la institución.
Entre medias, nunca dejó de escribir. Ensayos –The African Image (1962) y Voices in the Whirlwind (1972), en la que trata el tema de la Negritud, el nacionalismo, la escritura de los escritores africanos y la imagen literaria de ÁFrica-; historias cortas, recogidas también en diversos volúmenes (In Corner B (1967), The Unbroken Song (1981), y Renewal Time (1988), y novelas, como Chirundu, una de sus obras más conocidas, publicadas en 1979.
Un activista, en definitiva, profundamente unido a la educación y la cultura, y a la firme convicción de que el arte y los artistas son indispensables para la sociedad. Un muchacho que había comenzado cuidando al ganado y odiando el colegio y que terminaría convertido no sólo en un intelectual sino en el impulsor de numerosos escritores y artistas africanos.
Fallecido en noviembre de 2008, a los 88 años de edad, The Guardian lo denominó como “un gigante de la literatura africana moderna” y en Sudáfrica no han dejado de realizar homenajes en su honor. Quizás el que más le hubiera gustado habría sido la creación del Eskia Institute, un centro de aprendizaje para el desarrollo afro-centrado.
Además, en su Sudáfrica natal, el Museo Amazvi de Literatura de Sudáfrica creó esta exposición on line, con fotografías procedentes del archivo de Drum Magazine y diversos archivos, para contar su historia con imágenes. Muy recomendable.
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