Las consecuencias de la matanza de Marikana

El asesinato de los mineros pone en evidencia la mala distribución de la riqueza en Sudáfrica y la connivencia del poder con la industria extractiva.

El asesinato, el 17 de agosto de 2012, de 34 mineros sudafricanos por disparos de la policía en la mina de platino de Marikana, a unos cien kilómetros de Johannesburgo, ha dejado al descubierto la profunda división social que vive Sudáfrica, que va mucho más allá de la violencia policial y los conflictos laborales.

Las protestas en el sector minero han sido frecuentes durante todo el año –ya en enero otras tres personas murieron en enfrentamientos, también en una mina de platino–, debido a las lamentables condiciones de vida de estos trabajadores, que cobran un salario aproximado de unos 350 euros al mes, y a la incapacidad del Gobierno para mejorar la vida de los ciudadanos más pobres.

Las consecuencias de la matanza de Marikana
Protestas en solidaridad con los mineros. Fuente: Canada Rabble

La actuación de la policía ante los mineros encendió la mecha y la situación terminó de explotar cuando la Fiscalía pretendió imputar a los compañeros de los fallecidos el cargo de asesinato, valiéndose de una ley anterior a la instauración de la democracia.

Cumplidos 25 años del fin del Apartheid, la precaria situación de buena parte de la población y las imágenes de la matanza de Marikana se asemejan demasiado a situaciones ya vividas en tiempos de la dictadura, lo que supone un duro golpe para el gobernante Congreso Nacional Africano (CNA), –el partido de Mandela, liderado ahora por Jacob Zuma– y su gran apoyo, el Congreso de Sindicatos de Sudáfrica (Cosatu), el todopoderoso y principal sindicato del país. Son precisamente estos dos estamentos los que más perjudicados pueden salir si no gestionan bien la situación, pues se enfrentan a una grave crisis de legitimidad y pérdida de confianza por parte de sus tradicionales votantes y afiliados, quienes consideran que no han hecho lo suficiente para cambiar el estado de las cosas. (…)

No se trata sólo de desilusión. Los medios de comunicación han comenzado a hablar abiertamente de las prebendas que disfrutan los antaño líderes antiapartheid, y en el terreno sindical los dirigentes de Cosatu han visto emerger una nueva organización, la Asociación de Mineros y Trabajadores de la Construcción (AMCU), más radical en sus demandas y que pone en peligro sus décadas de hegemonía. Lo que la población demanda es una verdadera redistribución de las riquezas del país. Porque, a pesar de las tasas de crecimiento económico de los últimos años, millones de sudafricanos no han visto mejorar un ápice su nivel de vida: el desempleo entre los jóvenes negros es de un 50,5%, y en muchos de los townships (barriadas situadas a las afueras de las ciudades) la situación es inaceptable: a la falta de higiene, agua potable y servicios básicos como luz o recogida de basuras se añade la superpoblación de estas zonas, que diariamente reciben decenas de inmigrantes llegados desde Zimbabwe, Mozambique, Lesotho o Swazilandia.

Frente a ello, florece una pequeña pero bien instalada clase política y económica que campa a sus anchas por las altas instancias. Es lo que algunos han llamado el “triángulo de hierro” del poder, compuesto por el CNA, la industria y Cosatu. (…) Un ejemplo claro, convertido en blanco fácil, es el de Cyril Ramaphosa. En 1987, Ramaphosa, por entonces secretario general del Sindicato Nacional de Mineros (NUM, según sus siglas en inglés) lideró una exitosa huelga de 360.000 personas contra las malas condiciones de los trabajadores. Hoy forma parte del Comité Nacional Ejecutivo del partido y es miembro de Consejo de Administración de Lonmin PLC, precisamente la empresa en la que se han producido los enfrentamientos.

Las consecuencias de la matanza de Marikana
Lo ocurrido en Marikana ha recordado a muchos la matanza de Sharpeville (1960), cuando la policía del Apartheid disparó a quemarropa contra la multitud, dejando 69 muertos y provocando un gran escándalo internacional.

Ramaphosa es, de hecho, uno de los hombres que “manejan la compleja red de la industria extractiva en Sudáfrica”, según publicaba Jonathan Faull, analista político, en el Mail & Guardian sudafricano, periódico de referencia en el país. “Desentendido ya de la lucha contra el Apartheid –escribía Faull– Ramaphosa supervisa y controla una amplia red de intereses mineros de distintas multinacionales que orquestan las condiciones de vida de unos mil mineros negros”.

Más allá de casos particulares, la realidad es que “las grandes compañías mineras son casi un Estado propio dentro del Estado”, tal y como decía en 2009, durante una conferencia, Anne Mayher, coordinadora de Alianza Internacional para los Recursos Naturales en África (IANRA, por sus siglas en inglés), una de las organizaciones que más está luchando por que las grandes empresas mineras respeten las comunidades y la tierra en la que trabajan. Buena muestra de ello es la transnacional minera Anglo American, que según la BBC se ha convertido en “actor principal dentro de la economía de Sudáfrica, aportando al fisco mil millones de dólares” [datos de 2008].

La partemás negativa es que en las minas todavía se siguen produciendo “un alto número de muertes, hay un excesivo uso de trabajadores subcontratados y un fuerte impacto medioambiental”, según un comunicado hecho público por Bench Marks Foundation, una ONG que supervisa las prácticas de corporaciones multinacionales. “Las minas están obsesionadas con la rebaja de costes (…), que se producen generalmente a costa del medioambiente, los trabajadores y las comunidades”, añaden en otro informe.

De esta forma, sigue aumentando la brecha social, hasta crear, como escribe Eric Chol, director de Courrier international “un nuevo tipo de apartheid”. Pero esta vez no se trata de blancos contra negros, sino de ricos contra pobres.

** Artículo publicado en el periódico Diagonal. El texto completo se puede ver aquí

 

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