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Heroínas y víctimas

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Heroínas y víctimasA pesar de llevar aquí ya tres meses, sigo alucinando con estas mujeres que llevan sus bártulos a la cabeza, los niños a las espaldas y las bolsas en las manos.

Una exposición del Instituto Goethe refleja con imágenes tomadas por jóvenes fotógrafos la relación de estas mujeres con la sociedad y el contexto que las rodea. Unas mujeres que son a la vez las grandes heroínas de la sociedad africana y, al mismo tiempo,las grandes perdedoras, no sólo en los conflictos y las guerras, sino también en el duro día a día que les ha tocado vivir.

Semana de la Moda en Johannesburgo

El centro de convenciones de Sandton, donde se deben celebrar por lo menos el 80% de las ferias, convenciones, exposiciones y demás de Sudáfrica acogerá durante la última semana de enero la ‘Joburg Fashion Week’ y aquí andamos mis compis y yo viéndo cómo podemos conseguir un pase para verlo.

Semana de la Moda en Johannesburgo

No es que me vuelva loca la moda, ya lo sabe quien me conoce, pero me parece interesante verlo. Habrá modelos y diseñadores africanos, prensa, ‘modernitos’ invitados por vete tú a saber quién, algún que otro político… Como en la Pasarela Cibeles, más o menos, pero en África. Precisamente por eso quiero verlo. Porque se hacen muchas cosas aquí que nunca salen en las noticias. Además viene mi hermana, y seguro que le gusta verlo. A ver cómo nos las ingeniamos para conseguir entradas (gratis, claro)

El milagro también fue económico

Ya he dicho más de una vez que me parece un milagro que este país esté como está después de pasar por lo que ha pasado. Yo lo pensaba siempre en términos sociales pero ahora estoy leyendo un libro que comparte esta percepción desde el punto de vista económico y es muy interesante. Probablemente el autor sea demasiado optimista y bienpensante, pero como yo también lo soy, hago mía su tesis. El libro es ‘Beyond the miracle’ y el autor Allister Sparklin, un periodista blanco que ha publicado varios ensayos sobre el pasado y el presente de Sudáfrica.

El milagro también fue económico
Beyong the miracle, de Allister Sparklin, analiza la importancia de los cambios económicos en la transición sudafricana.

Algunas cosas que deberíamos tener en cuenta atnes de venir aquí y criticar todo lo que se hace y lo que no se hace, quejarnos por la falta de servicios públicos y la mala atención al cliente, llevarnos las manos a la cabeza por la desorganización y poner el grito en el cielo a la mínima de cambio.

1.- Además de todos los conflictos morales y sociales, el Apartheid dejó como herencia un impresionante problema económico: las arcas medio vacías, una enorme deuda exterior, los inversores extranjeros retirándose a todo correr por miedo a lo que pudiera pasar y una magra infraestructura. Cuando sólo te tienes que preocupar del 20% de la población, es más fácil que todo esté bien. El nuevo Gobierno, que creía que acabando con el apartheid ya estaba todo hecho, se encontró con que en realidad todo estaba por hacer.

2.- En 1990, en plena era de la globalización, Sudáfrica era todavía un país extremadamente proteccionista, con ingentes subvenciones a la agricultura, una moneda mantenida artificialmente por el Gobierno y fuertes restricciones a la competencia extranjera. Todo lo que el FMI y el BM te prohíben si eres un país en vías de desarrollo y pretendes obtener alguna de sus ayudas. Sin tiempo para adaptarse, Sudáfrica tuvo que llevar a cabo una reestructuración total de su sistema económico.

3.- Lo peor de todo, el mayor crimen contra la humanidad cometido por el Apartheid, fue sin duda negar la educación a la población negra, impidiéndola convertirse en mano de obra cualificada. Y por cualificada no quiero decir ingenieros, informáticos ni médicos. Cualificados eran un pintor o un mecánico, dos trabajos, por ejemplo, que estaban prohibidos para los negros según la Job Reservation Act, una ley que estipulaba un sinfín de empleos que los negros no podían realizar. En consecuencia, una Ley especial delimitaba las materias y los años que los negros podían estudiar. Total, ¿para qué más?. Según cuenta Alllister Sparks, un negro podía sostener la escalera y limpiar las brochas, pero no pintar la pared.
Este ha sido un problema gravísimo para el país, pues según se ha ido desarrollando la economía y sustituyendo los trabajos no cualificados por maquinaria, se han ido perdiendo multitud de puestos de trabajo, precisamente los que ocupaban los negros.

4.- Otra gran dificultad ha sido la de la Administración y el propio Gobierno. Casi de la noche a la mañana, Sudáfrica se despertaba con un ejecutivo formado por gente que había pasado las tres últimas décadas en la cárcel –picando piedra, sin poder estudiar, sin acceso la prensa-; en el exilio, en campos de entrenamiento de Zimbabwe o Mozambique; escondidos o llevando a cabo la lucha armada. Podían ser inteligentes, buenos y trabajadores –que seguro que tampoco todos lo eran- pero obviamente no estaban preparados para dirigir un país.

5. El problema de los vecinos. Por último, es muy fácil avanzar en la buena dirección cuando tus vecinos son Francia, Alemania y el Reino Unido, cuando tienes fondos estructurales y ayudas a la agricultura y muchas subvenciones, pero la cosa se complica un poco más cuando a tu lado están Zimbabwe, Mozambique y Namibia, por ejemplo, cada uno con miles de ciudadanos deseosos de huir del caos de sus respectivos países y hacerse un hueco en el tuyo.

Soweto II. Cuatro décadas de violencia

Soweto II. Cuatro décadas de violencia
(Imagen de la película sudafricana 'Serafina', donde homenajea a los jóvenes, casi niños, que se rebelaron en Soweto).

Un niño nacido en los años 60 en Soweto tendría 16 en aquella primavera del 76 en la que los estudiantes se rebelaron contra la intención de los dirigentes del Apartheid de imponer el afrikaans como lengua de estudio en todos los colegios. Diez años después, probablemente se encontraría entre las multitudes que un día sí y otro también se dedicaban a ‘hacer ingobernable Sudáfrica‘, tal y como les proponían los líderes del ANC desde el exilio a través de ‘Radio freedom’. Manifestaciones, cócteles molotov contra policías e instalaciones oficiales, boicot a todas las instituciones del Estado y puede que incluso algún que otro ataque contra blancos.

Casado y probablemente con algún que otro hijo, sin haber estudiado más allá de cinco o seis años, trabajando en cualquier empleo no cualificado, viviría el final de la década de los 80 en una permanente contradicción: el final del régimen se veía en el horizonte, pero el gigante no cesaba en la represión. Cuanto mayor era la fuerza del movimiento negro, más fuerte era la respuesta de un Gobierno que en sus últimos años declaró el Estado de Excepción en innumerables ocasiones y nunca dudó en utilizar la fuerza contra esa ‘raza inferior’ que eran los negros.

Este hombre tendría que espera a cumplir los 30 para empezar a ver por fin la luz en su camino: el final del Apartheid, las primeras elecciones libres, la libertad… Pero es probable que para entonces la violencia, el odio, la percepción de que la vida vale muy poco, la sensación de inferioridad y muchos otros sentimientos estuvieran ya demasiado dentro de él. Tan dentro que ni las palabras ni si quiera los hechos sirvieran ya de nada. Tan dentro que en él ya sólo quedase violencia. Esa violencia que se desató en los años 90 y que pronto convirtió a Sudáfrica en uno de los países con más muertes, asaltos y enfrentamientos del mundo. Una violencia que explotó en los 90 pero que ya estaba ahí, camuflada en las cifras oficiales, y camuflatada en la propaganda afrikáner de un idílico paraíso blanco en medio del África negra.

Soweto

Hector Pieterson, muerto durante las protestas de Soweto en 1976
La mítica foto del niño Hector Pieterson, muerto durante la ‘rebelión de Soweto de 1976. Foto de San Nzima

Por ironías de la vida, Soweto, que no es más que un acrónimo de South Western Township, suena a ‘gueto’, lo que en realidad fue durante demasiados años. De hecho, lo es todavía, aunque no lo vemos los turistas que nos acercamos hasta allí a ver el museo de Hector Pieterson (uno de los estudiantes muertos durante la ‘rebelión de Soweto de 1976, que alcanzó la posteridad gracias a la foto tomada por San Nzima).

Ahora, los visitantes que llegan a Soweto desde Johannesburgo se chocan de bruces con el Maponia Mall, un gran centro comercial -el más grande de todo el sur de África según dicen-, anchas avenidas, árboles y zonas verdes. En el área de Orlando West, donde un día vivió Mandela, puede uno visitar su casa-museo y admirar las mansiones de los alrededores, que poco tienen que envidiar a las de la Moraleja. Es el ‘Soweto cool’, que dicen por aquí.

El problema es que en esta inmensa urbe viven casi unos cuatro millones de personas, y no todos alcanzan a ver a través de sus ventanas lo ‘cool’ de Soweto. La mayoría sigue viviendo en calles mal asfaltadas, sin servicios básicos necesarios y con problemas de educación, sanidad y, sobre todo, sin trabajo. Porque trabajo es lo que más falta en Sudáfrica, un país donde las estadísticas, que no se ponen de acuerdo, sitúan el número de parados entre el 25 y el 40% de la población. Datos que, por supuesto, se multiplican en los townships y otros barrios marginales.

4.000 kilómetros

4.000 kilómetros

Resulta que estamos aquí más cerca de la Antártida que de España. Según Google Earth, exactamente «unos 3.900 kilómetros desde Cape Town hasta el perímetro continental antártico».

Como siempre vemos los mapas en rectángulo, y no en redondo, no me había parado a pensarlo hasta que en Cape Towm nos encontramos una colonia de pingüinos que llevan allí unos años asentados. Entonces empezaron las dudas, «y qué hacen los pingüinos en África?», «y cómo pueden vivir aquí, si hace mucho calor?». Lo que hace el desconocimiento. De cualquier modo, esto nos sirvió para aprender un poquito más y reforzar la teoría de que en este país hay de todo. DE TODO.

4.000 kilómetros

Estas fotos para Isa, que está un poco agobiada con sus crías de cabra.

 

Fronteras

Acostumbrada a la Europa de la ‘libre circulación de personas’ se me había olvidado ya lo que era una frontera. El año pasado en Marruecos me enteré bien, porque las colas eran siempre agotadoras, pero lo de ayer fue mucho peor. Ración doble para que no se nos vuelva a olvidar.

Fronteras
En la frontera entre Mozambique y Sudáfrica se producen habitualmente enormes atascos debido al gran número de mozambiqueños trabajando en el país vecino.

Volvíamos de Mozambique hacia Sudáfrica a las 3 de la tarde y a la salida de Maputo nos paró la policía para indicarnos amablemente que la frontera estaba colapsada y mejor nos fuéramos por otro sitio. La opción es pasar a través de Suazilandia, pero resulta que al haber entrado por un paso fronterizo tienes que volver a salir por el mismo a no ser que hayas especificado lo contrario -lo cual no habíamos hecho- y no nos quedó más opción que volver por Resano-García.

 

A unos 15 km. de la frontera, la policía había parado a todos los coches y los iba dejando pasar poco a poco para que no se colapsara el paso fronterizo. Hay que decir que la organización era bastante buena -no como en otros sitios de Mozambique- y todo fue civilizado y tranquilo. A sentarse a esperar durante cuatro horas, viendo cómo caía la noche mientras los que iban en transportes colectivos -autobuses, combis, chapas, cualquier vehículo grande, que aquí los coches se aprovechan al máximo- se iban bajando para llegar hasta la frontera a pie.

Mientras estos andaban por la izquierda con sus maletas a cuestas -la mayoría de los que intentaban pasar eran mozambiqueños que han emigrado a Sudáfrica en busca de trabajo- y nosotros esperábamos pacientemente, otros coches nos adelantaban impúnemente avanzando por el carril contrario. Sólo nos hizo falta un ratito en la cola para que un mozambiqueño se nos acercara ofreciéndonos el ‘carril rápido’ por el módico precio de 200 rands (menos de 20 euros). Ni corto ni perezoso, nos explicó que: «One hundrend for me and one hundred for the police».


He de reconocer que dudamos un momento, la cola era larga, estábamos cansados, era de noche… Pero reaccionamos a tiempo para decir casi al unísono que no, que ya esperábamos la cola como todo hijo de vecino y que no teníamos ninguna prisa. Igual hicimos en la frontera de Lesotho -donde el funcionario de turno, por llamarlo de alguna manera, se empeñó en decir que no éramos de la Commonthwealth y que no podíamos pasar- y en Tráfico, donde después de decirle que no pagábamos los 50 rands que nos pedía para acelerar los trámites el tío nos dijo, «Ah, pues entonces le digo al que está haciendo los papeles que vaya sin prisa».

Contra la corrupción se puede luchar desde arriba, por supuesto, pero también desde abajo. Al final, si nadie pagase, no pasarían estas cosas.

La historia se repite en el Congo

Enero 2009.- De nuevo, la guerra amenaza a la República Democrática del Congo. Tras años de enfrentamientos entre fuerzas rebeldes, tropas extranjeras y efectivos gubernamentales, y cuando parecía que se había alcanzado por fin un conato de paz tras las primeras elecciones libres y democráticas celebradas en el país en 2006, el horror de los refugiados, las aldeas destruidas y la lucha encarnizada por cada milímetro de tierra ha vuelto a perturbar la frágil paz de la que disfrutaban los congoleños.

La historia se repite una y otra vez en el Congo, un país que arrastra consigo un truculento pasado, plagado de violencia desde la brutal colonización belga, en 1912, hasta épocas más recientes pero no mejores bajo el yugo de Mobutu Sese Seko, uno de los más brutales y longevos dictadores de África. Su situación geográfica, compartiendo frontera con nueve países, todos ellos extremadamente inestables, (Sudán, Uganda, Ruanda, Burundi, Tanzania, Zambia, Angola, Congo-Brazaville y la República Centroafricana), sus vastos y codiciados recursos naturales y una saga de dictadores corruptos, interesados tan sólo en su enriquecimiento personal, no han ayudado nunca a mejorar la situación.

Hoy, de nuevo, Congo vuelve a ser portada de periódicos y televisiones tras el levantamiento armado protagonizado por el general Laurent Nkunda. El movimiento, que llevaba ya varios años fraguándose –entre mayo y junio de 2004 se produjeron los primeros ataques en la provincia de North Kivu– hunde sus raíces en lo sucedido en la vecina Ruanda en 1994, cuando, en cuestión de semanas, hutus extremistas acabaron con la vida de unos 800.000 tutsis y hutus moderados a machetazos, en lo que se convirtió en el mayor genocidio de la Historia reciente. Cuando en Ruanda se instaló la paz y el Frente Patriótico Ruandés (FPR) –movimiento formado por tutsis– de Paul Kagame llegó al poder, los problemas se trasladaron al Congo.

Cuatro años antes, Nkunda, nativo de North Kivu, había abandonado sus estudios de psicología para unirse al FPR (1). La República Democrática del Congo (RDC) se llamaba por entonces Zaire y seguía gobernada por el sanguinario Mobutu Sese Sekoquien, aparte de haber impuesto un régimen de corrupción generalizada en todo el país (en el momento en el que fue derrocado, sus cuentas en paraísos fiscales eran mayores que la deuda exterior de su país, llegó a alquilar el Concorde para ir de compras e instaló en su palacio presidencial un escudo antinuclear), no respetaba a la minoría tutsi. Cuando el enfrentamiento acabó en Ruanda, Mobutu no dudó en acoger a los responsables del genocidio –se calcula que hasta unos 8.000 hutus extremistas podrían haberse refugiado en la zona fronteriza, especialmente al norte de la provincia de Kivu– y permitirles operar desde allí con toda impunidad, realizando incursiones en Ruanda y atacando a los tutsis congoleños.

La historia se repite en el Congo
Mobutu Sese Seko, dictador del antiguo Zaire, hoy llamado República Democrática del Congo.

Esto terminaría costándole caro a Mobutu, puesto que el FPR, una vez instalado en Ruanda, impulsó la creación de la Alianza de Fuerzas Democráticas para la Liberación del Congo (AFDLC), una fuerza de invasión formada en su mayoría por tutsis que contaba con el apoyo de Angola y la propia Kigali, capital congoleña. En unos pocos meses, la guerrilla había logrado derribar a Mobutu, en el poder desde 1965. La situación del Congo era tan miserable que las tropas ocupantes apenas se encontraron con resistencia en un país en el que la mayoría de los soldados, impagados y hambrientos, se negaron a defender el régimen de Mobuto. Era 1997 y el país se encontraba literalmente en ruinas.

Tomó entonces las riendas del poder Laurent Kabila, el líder de la fuerza invasora, al que la mayoría de congoleños aclamó como su salvador pero que no resultó ser mucho mejor que Mobutu. Igual de brutal y corrupto, no demostró ninguna inteligencia y, a pesar de que había contado con el decisivo apoyo de Ruanda para derrocar a Mobutu, nunca actuó de manera contundente contra los ejecutores del genocidio de 1994. Esto le supuso enemistarse con Kigali, pero recibió el apoyo de Angola, Namibia y Zimbabwe y se sentía libre para actuar a su antojo.

Poco más de un año después de que Kabila accediera al poder, el 1 de agosto de 1998, daba comienzo la llamada Gran Guerra del Congo –a la que muchos han denominado Guerra Mundial Africana por el dudoso honor de ser la contienda que más muertos ha dejado después de la Segunda Guerra Mundial–. La historia del conflicto sigue siendo todavía hoy demasiado confusa, con seis ejércitos nacionales (Ruanda, Uganda, Angola, Namibia, Zimbabwe y la RDC) y decenas de grupos rebeldes luchando entre sí, la mayoría sin saber muy bien para quién o para qué, aprovechando el barullo para saquear el país y sus recursos naturales.

Tampoco se sabe exactamente cuánta gente murió en aquella guerra, pero según un estudio publicado en diciembre de 2004 por el Comité Internacional de Rescate (Internacional Rescue Comitte), entre agosto de 1998 y abril de 2004 podrían haber fallecido unos 3,8 millones de personas (el cálculo se hizo comparando la tasa de mortalidad existente antes, durante y después de la guerra). La mayoría de las muertes, más que a las balas o al enfrentamiento directo, se debieron al hambre y la enfermedad causadas por la guerra.

En medio del caos, en enero de 2001, Laurent Kabila terminaría siendo asesinado por uno de sus guardaespaldas. Su hijo, Joseph Kabila, asumió entonces el poder, como si de un nuevo reinado se tratara y, presionado por las potencias occidentales, aceptó firmar un acuerdo de paz en Sudáfrica, en 2002. Demostrando más inteligencia que su predecesor, se plegó a las condiciones impuestas por las grandes potencias y dio la bienvenida a sus antiguos enemigos en un gobierno de transición que se hizo efectivo en junio de 2003. Dos de sus vicepresidentes eran antiguos rebeldes, y la mayoría de las facciones armadas lograron algún ministerio. Era la única forma de conseguir la paz, aunque fuera de manera provisional. Al menos, todas las partes parecían quedar contentas y todos se hicieron la foto: unos prometieron buena gobernanza, y otros comprometieron fondos y soldados para una fuerza de paz.

Obviamente, no era una solución ideal, pues suponía convertir a guerrilleros en miembros del Gobierno y poner a trabajar junto a enemigos irreconciliables, pero era la única opción y así se hizo: una vez firmado el acuerdo de paz, vendrían las elecciones generales para elegir a un nuevo Ejecutivo.

La cuestión resultó mucho más difícil de lo esperado: no existía un censo mínimamente fiable –desde 1984 no se había registrado a la población–, era, y es, un país sin experiencia democrática, sin funcionariado e incluso casi sin carreteras y la voluntad política de asumir la democracia se demostró inexistente. Organizar las elecciones suponía una enorme decisión política y mucha ayuda internacional, pero la realidad era que el Gobierno se hallaba cómodamente instalado, sin intención ninguna de responder ante la ciudadanía en una votación, y la atención internacional estaba ya en otros lugares.

A pesar de ello, la Comisión Independiente Electoral, formada en su totalidad por nativos congoleños, apoyada en buena medida por la Comunidad Internacional, en particular por Naciones Unidas, la Unión Europea y algunos socios bilaterales como Bélgica y Sudáfrica (2), fue capaz de llevar a cabo su misión y organizar unas elecciones libres. Los comicios, primero el referéndum constitucional de diciembre de 2005, y luego las presidenciales y legislativas, a doble vuelta, se celebraron en sendas jornadas de calma, en medio de un ambiente festivo, que será recordado por muchos años en el Congo.

Como presidente del país fue elegido Joseph Kabila, que obtenía así la legitimidad que antes no había tenido. Parecía que la historia podía cambiar y que Congo avanzaba finalmente hacia la democracia y la estabilidad, apoyado, eso sí, por uno de los mayores contingentes de paz de Naciones Unidas en el mundo, unas 19.000 personas, entre civiles y militares, encargados de que, por una vez, no fuera cierta la estadística que dice que la mitad de las guerras modernas en África se han reiniciado en la década siguiente, normalmente porque los regímenes de la posguerra no han sido capaces de reconducir los problemas que habían causado dichas contiendas. (3)

Pero los últimos acontecimientos parecen indicar que la historia no cambia en Congo y que la estadística se repetirá. El levantamiento del general Nkunda, que venía fraguándose desde hace unos años y que se ha recrudecido este pasado mes de noviembre, ha acabado de un plumazo con las esperanzas del país, al menos en la provincia de North Kivu, donde se calcula que unas 250.000 personas han tenido que huir y otras muchas han quedado a merced de la ayuda humanitaria.

A día de hoy, según los periodistas y trabajadores humanitarios que se hallan en el terreno, la situación es absolutamente catastrófica. La guerrilla de Nkunda se halla a pocos kilómetros de Goma, capital de la provincia, el ejército de la República Democrática del Congo no sólo se ha mostrado incapaz de defender a la población, sino que ha sido acusado por Naciones Unidas de iniciar una ola de violencia contra los civiles, incluyendo saqueos de poblaciones y violaciones de mujeres (4), y las fuerzas de paz de la ONU se encuentran absolutamente superadas por la situación.

Sin ir más lejos, el general español al cargo de la Misión de Naciones Unidas en Congo, (MONUC, según sus siglas en inglés) Vicente Días de Villegas, dimitió el pasado 27 de octubre de su cargo por “no disponer de los medios suficientes para enfrentarse al claro deterioro de la situación ocurrido en el este de la RDC”. Del mismo modo, según una información de la BBC, un comandante de las fuerzas de paz de la ONU, el general Bipin Rawat, declaró que sus tropas no son capaces de hacerse con la situación ya que, al ser fuerzas de paz, no pueden enfrentarse directamente con los rebeldes, teniendo que realizar advertencias verbales y tiros disuasorios antes de intervenir (5).

Lo más trágico es que esta situación recuerda preocupantemente a la vivida en Ruanda en 1994 por los cascos azules de Naciones Unidas, que vieron impotentes cómo se perpetraba el genocidio ante sus ojos sin poder hacer nada. El comandante en jefe en aquel momento, el canadiense Romeo Dallaire, dejó escrito en sus memorias de aquellos crueles días su incapacidad para evitar la matanza (6).

Mientras tanto, la ONU estudia estos días el envío de otros 3.000 cascos azules a Congo, una propuesta hecha por Francia que será votada por el Consejo de Seguridad la semana próxima, y el enviado especial de Estados Unidos en la zona, el ex presidente nigeriano Olusegum Obasanjo, intenta lograr un alto el fuego entre las partes, para lo que se ha reunido con el líder de los rebeldes y algunos presidentes de Gobierno de la zona. Su objetivo es evitar el otro gran peligro de la guerra, aparte de los refugiados: que el conflicto se internacionalice, afectando a los países vecinos.

La posibilidad no parece remota, debido a lo sucedido en el pasado y al hecho de que, ya a mediados de noviembre, el viceministro de Exteriores de Angola, Georges Chikoti, confirmó que su país enviaría tropas al Congo. Aunque no informó sobre su número o bajo qué mandato actuarían, se especula con que podrían unirse a la fuerza de paz que en teoría enviaría la Comunidad para el Desarrollo del Sur de África (SADC, según sus siglas en inglés). Si esta intervención se llevara a cabo, podría servir como excusa para que Ruanda tome cartas en el asunto, como ya hizo durante la Gran Guerra del Congo, con el pretexto de detener a hutus rebeldes. De hecho, aunque el general Laurent Nkunda siempre ha negado contar con apoyo militar o financiero de Ruanda, y ha llegado a asegurar que su grupo se financia “con las aportaciones de los miembros” (7), lo cierto es que desde hace ya años Kigali apoya económica y militarmente a los tutsis congoleños

Por su parte, los gobiernos occidentales continúan haciendo llamamientos en favor de la paz, mientras deciden cómo afrontar la situación, en la que intervienen muchos y muy variados factores: los intereses económicos de la región, debido a sus enormes recursos naturales, –como el coltán, imprescindible para la fabricación de móviles y ordenadores–, el sentimiento de culpabilidad por lo sucedido en Ruanda, que obliga a la Comunidad Internacional a intervenir antes de que la vergüenza vuelva a repetirse, y las luchas geopolíticas de las grandes potencias que se dirimen en el continente negro (8).

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(1)Guerrillas in the Congo´s Midst: What is general Nkunda up to?. Greg Mills. Royal United Services Instituto for Defense and Security Studies, at: http://www.rusi.org/research/studies/africa/commentary/ref:C490DF0DF45B68/

(2)The United Nations Mision in the Democratic Republic of Congo: Searching for the missing peace. Xavier Zeebroek. Working paper nº 66. Julio de 2008. FRIDE.

(3)Africa´s unmended heart. 9 de junio de 2005. The Economist

(4)UN accuses DRC army of looting. 11 de noviembre de 2008. Mail & Guardian

(5)Congo armed forces chief sacked. 18 de noviembre de 2008. BBC News.

(6)DALLAIRE, Romeo, Shake hands with the Devil: The failure of Humanity in Ruanda. Capo Press, 2004.

(7)“Como presidente o general, estoy preparado para gobernar el país”. Entrevista al general Laurent Kabila. Gemma Parellada, El País, 13 de noviembre de 2008.

(8)Desde la década de los 90, Estados Unidos, movido por su lucha contra el terrorismo, se alió con Uganda, Ruanda, Eritrea y Etiopía, en un esfuerzo por combatir el régimen extremista de Sudán, al que apoyaba Mobutu quien, a su vez, contaba con el beneplácito de Francia.