La historia se repite en el Congo

Enero 2009.- De nuevo, la guerra amenaza a la República Democrática del Congo. Tras años de enfrentamientos entre fuerzas rebeldes, tropas extranjeras y efectivos gubernamentales, y cuando parecía que se había alcanzado por fin un conato de paz tras las primeras elecciones libres y democráticas celebradas en el país en 2006, el horror de los refugiados, las aldeas destruidas y la lucha encarnizada por cada milímetro de tierra ha vuelto a perturbar la frágil paz de la que disfrutaban los congoleños.

La historia se repite una y otra vez en el Congo, un país que arrastra consigo un truculento pasado, plagado de violencia desde la brutal colonización belga, en 1912, hasta épocas más recientes pero no mejores bajo el yugo de Mobutu Sese Seko, uno de los más brutales y longevos dictadores de África. Su situación geográfica, compartiendo frontera con nueve países, todos ellos extremadamente inestables, (Sudán, Uganda, Ruanda, Burundi, Tanzania, Zambia, Angola, Congo-Brazaville y la República Centroafricana), sus vastos y codiciados recursos naturales y una saga de dictadores corruptos, interesados tan sólo en su enriquecimiento personal, no han ayudado nunca a mejorar la situación.

Hoy, de nuevo, Congo vuelve a ser portada de periódicos y televisiones tras el levantamiento armado protagonizado por el general Laurent Nkunda. El movimiento, que llevaba ya varios años fraguándose –entre mayo y junio de 2004 se produjeron los primeros ataques en la provincia de North Kivu– hunde sus raíces en lo sucedido en la vecina Ruanda en 1994, cuando, en cuestión de semanas, hutus extremistas acabaron con la vida de unos 800.000 tutsis y hutus moderados a machetazos, en lo que se convirtió en el mayor genocidio de la Historia reciente. Cuando en Ruanda se instaló la paz y el Frente Patriótico Ruandés (FPR) –movimiento formado por tutsis– de Paul Kagame llegó al poder, los problemas se trasladaron al Congo.

Cuatro años antes, Nkunda, nativo de North Kivu, había abandonado sus estudios de psicología para unirse al FPR (1). La República Democrática del Congo (RDC) se llamaba por entonces Zaire y seguía gobernada por el sanguinario Mobutu Sese Sekoquien, aparte de haber impuesto un régimen de corrupción generalizada en todo el país (en el momento en el que fue derrocado, sus cuentas en paraísos fiscales eran mayores que la deuda exterior de su país, llegó a alquilar el Concorde para ir de compras e instaló en su palacio presidencial un escudo antinuclear), no respetaba a la minoría tutsi. Cuando el enfrentamiento acabó en Ruanda, Mobutu no dudó en acoger a los responsables del genocidio –se calcula que hasta unos 8.000 hutus extremistas podrían haberse refugiado en la zona fronteriza, especialmente al norte de la provincia de Kivu– y permitirles operar desde allí con toda impunidad, realizando incursiones en Ruanda y atacando a los tutsis congoleños.

La historia se repite en el Congo
Mobutu Sese Seko, dictador del antiguo Zaire, hoy llamado República Democrática del Congo.

Esto terminaría costándole caro a Mobutu, puesto que el FPR, una vez instalado en Ruanda, impulsó la creación de la Alianza de Fuerzas Democráticas para la Liberación del Congo (AFDLC), una fuerza de invasión formada en su mayoría por tutsis que contaba con el apoyo de Angola y la propia Kigali, capital congoleña. En unos pocos meses, la guerrilla había logrado derribar a Mobutu, en el poder desde 1965. La situación del Congo era tan miserable que las tropas ocupantes apenas se encontraron con resistencia en un país en el que la mayoría de los soldados, impagados y hambrientos, se negaron a defender el régimen de Mobuto. Era 1997 y el país se encontraba literalmente en ruinas.

Tomó entonces las riendas del poder Laurent Kabila, el líder de la fuerza invasora, al que la mayoría de congoleños aclamó como su salvador pero que no resultó ser mucho mejor que Mobutu. Igual de brutal y corrupto, no demostró ninguna inteligencia y, a pesar de que había contado con el decisivo apoyo de Ruanda para derrocar a Mobutu, nunca actuó de manera contundente contra los ejecutores del genocidio de 1994. Esto le supuso enemistarse con Kigali, pero recibió el apoyo de Angola, Namibia y Zimbabwe y se sentía libre para actuar a su antojo.

Poco más de un año después de que Kabila accediera al poder, el 1 de agosto de 1998, daba comienzo la llamada Gran Guerra del Congo –a la que muchos han denominado Guerra Mundial Africana por el dudoso honor de ser la contienda que más muertos ha dejado después de la Segunda Guerra Mundial–. La historia del conflicto sigue siendo todavía hoy demasiado confusa, con seis ejércitos nacionales (Ruanda, Uganda, Angola, Namibia, Zimbabwe y la RDC) y decenas de grupos rebeldes luchando entre sí, la mayoría sin saber muy bien para quién o para qué, aprovechando el barullo para saquear el país y sus recursos naturales.

Tampoco se sabe exactamente cuánta gente murió en aquella guerra, pero según un estudio publicado en diciembre de 2004 por el Comité Internacional de Rescate (Internacional Rescue Comitte), entre agosto de 1998 y abril de 2004 podrían haber fallecido unos 3,8 millones de personas (el cálculo se hizo comparando la tasa de mortalidad existente antes, durante y después de la guerra). La mayoría de las muertes, más que a las balas o al enfrentamiento directo, se debieron al hambre y la enfermedad causadas por la guerra.

En medio del caos, en enero de 2001, Laurent Kabila terminaría siendo asesinado por uno de sus guardaespaldas. Su hijo, Joseph Kabila, asumió entonces el poder, como si de un nuevo reinado se tratara y, presionado por las potencias occidentales, aceptó firmar un acuerdo de paz en Sudáfrica, en 2002. Demostrando más inteligencia que su predecesor, se plegó a las condiciones impuestas por las grandes potencias y dio la bienvenida a sus antiguos enemigos en un gobierno de transición que se hizo efectivo en junio de 2003. Dos de sus vicepresidentes eran antiguos rebeldes, y la mayoría de las facciones armadas lograron algún ministerio. Era la única forma de conseguir la paz, aunque fuera de manera provisional. Al menos, todas las partes parecían quedar contentas y todos se hicieron la foto: unos prometieron buena gobernanza, y otros comprometieron fondos y soldados para una fuerza de paz.

Obviamente, no era una solución ideal, pues suponía convertir a guerrilleros en miembros del Gobierno y poner a trabajar junto a enemigos irreconciliables, pero era la única opción y así se hizo: una vez firmado el acuerdo de paz, vendrían las elecciones generales para elegir a un nuevo Ejecutivo.

La cuestión resultó mucho más difícil de lo esperado: no existía un censo mínimamente fiable –desde 1984 no se había registrado a la población–, era, y es, un país sin experiencia democrática, sin funcionariado e incluso casi sin carreteras y la voluntad política de asumir la democracia se demostró inexistente. Organizar las elecciones suponía una enorme decisión política y mucha ayuda internacional, pero la realidad era que el Gobierno se hallaba cómodamente instalado, sin intención ninguna de responder ante la ciudadanía en una votación, y la atención internacional estaba ya en otros lugares.

A pesar de ello, la Comisión Independiente Electoral, formada en su totalidad por nativos congoleños, apoyada en buena medida por la Comunidad Internacional, en particular por Naciones Unidas, la Unión Europea y algunos socios bilaterales como Bélgica y Sudáfrica (2), fue capaz de llevar a cabo su misión y organizar unas elecciones libres. Los comicios, primero el referéndum constitucional de diciembre de 2005, y luego las presidenciales y legislativas, a doble vuelta, se celebraron en sendas jornadas de calma, en medio de un ambiente festivo, que será recordado por muchos años en el Congo.

Como presidente del país fue elegido Joseph Kabila, que obtenía así la legitimidad que antes no había tenido. Parecía que la historia podía cambiar y que Congo avanzaba finalmente hacia la democracia y la estabilidad, apoyado, eso sí, por uno de los mayores contingentes de paz de Naciones Unidas en el mundo, unas 19.000 personas, entre civiles y militares, encargados de que, por una vez, no fuera cierta la estadística que dice que la mitad de las guerras modernas en África se han reiniciado en la década siguiente, normalmente porque los regímenes de la posguerra no han sido capaces de reconducir los problemas que habían causado dichas contiendas. (3)

Pero los últimos acontecimientos parecen indicar que la historia no cambia en Congo y que la estadística se repetirá. El levantamiento del general Nkunda, que venía fraguándose desde hace unos años y que se ha recrudecido este pasado mes de noviembre, ha acabado de un plumazo con las esperanzas del país, al menos en la provincia de North Kivu, donde se calcula que unas 250.000 personas han tenido que huir y otras muchas han quedado a merced de la ayuda humanitaria.

A día de hoy, según los periodistas y trabajadores humanitarios que se hallan en el terreno, la situación es absolutamente catastrófica. La guerrilla de Nkunda se halla a pocos kilómetros de Goma, capital de la provincia, el ejército de la República Democrática del Congo no sólo se ha mostrado incapaz de defender a la población, sino que ha sido acusado por Naciones Unidas de iniciar una ola de violencia contra los civiles, incluyendo saqueos de poblaciones y violaciones de mujeres (4), y las fuerzas de paz de la ONU se encuentran absolutamente superadas por la situación.

Sin ir más lejos, el general español al cargo de la Misión de Naciones Unidas en Congo, (MONUC, según sus siglas en inglés) Vicente Días de Villegas, dimitió el pasado 27 de octubre de su cargo por “no disponer de los medios suficientes para enfrentarse al claro deterioro de la situación ocurrido en el este de la RDC”. Del mismo modo, según una información de la BBC, un comandante de las fuerzas de paz de la ONU, el general Bipin Rawat, declaró que sus tropas no son capaces de hacerse con la situación ya que, al ser fuerzas de paz, no pueden enfrentarse directamente con los rebeldes, teniendo que realizar advertencias verbales y tiros disuasorios antes de intervenir (5).

Lo más trágico es que esta situación recuerda preocupantemente a la vivida en Ruanda en 1994 por los cascos azules de Naciones Unidas, que vieron impotentes cómo se perpetraba el genocidio ante sus ojos sin poder hacer nada. El comandante en jefe en aquel momento, el canadiense Romeo Dallaire, dejó escrito en sus memorias de aquellos crueles días su incapacidad para evitar la matanza (6).

Mientras tanto, la ONU estudia estos días el envío de otros 3.000 cascos azules a Congo, una propuesta hecha por Francia que será votada por el Consejo de Seguridad la semana próxima, y el enviado especial de Estados Unidos en la zona, el ex presidente nigeriano Olusegum Obasanjo, intenta lograr un alto el fuego entre las partes, para lo que se ha reunido con el líder de los rebeldes y algunos presidentes de Gobierno de la zona. Su objetivo es evitar el otro gran peligro de la guerra, aparte de los refugiados: que el conflicto se internacionalice, afectando a los países vecinos.

La posibilidad no parece remota, debido a lo sucedido en el pasado y al hecho de que, ya a mediados de noviembre, el viceministro de Exteriores de Angola, Georges Chikoti, confirmó que su país enviaría tropas al Congo. Aunque no informó sobre su número o bajo qué mandato actuarían, se especula con que podrían unirse a la fuerza de paz que en teoría enviaría la Comunidad para el Desarrollo del Sur de África (SADC, según sus siglas en inglés). Si esta intervención se llevara a cabo, podría servir como excusa para que Ruanda tome cartas en el asunto, como ya hizo durante la Gran Guerra del Congo, con el pretexto de detener a hutus rebeldes. De hecho, aunque el general Laurent Nkunda siempre ha negado contar con apoyo militar o financiero de Ruanda, y ha llegado a asegurar que su grupo se financia “con las aportaciones de los miembros” (7), lo cierto es que desde hace ya años Kigali apoya económica y militarmente a los tutsis congoleños

Por su parte, los gobiernos occidentales continúan haciendo llamamientos en favor de la paz, mientras deciden cómo afrontar la situación, en la que intervienen muchos y muy variados factores: los intereses económicos de la región, debido a sus enormes recursos naturales, –como el coltán, imprescindible para la fabricación de móviles y ordenadores–, el sentimiento de culpabilidad por lo sucedido en Ruanda, que obliga a la Comunidad Internacional a intervenir antes de que la vergüenza vuelva a repetirse, y las luchas geopolíticas de las grandes potencias que se dirimen en el continente negro (8).

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(1)Guerrillas in the Congo´s Midst: What is general Nkunda up to?. Greg Mills. Royal United Services Instituto for Defense and Security Studies, at: http://www.rusi.org/research/studies/africa/commentary/ref:C490DF0DF45B68/

(2)The United Nations Mision in the Democratic Republic of Congo: Searching for the missing peace. Xavier Zeebroek. Working paper nº 66. Julio de 2008. FRIDE.

(3)Africa´s unmended heart. 9 de junio de 2005. The Economist

(4)UN accuses DRC army of looting. 11 de noviembre de 2008. Mail & Guardian

(5)Congo armed forces chief sacked. 18 de noviembre de 2008. BBC News.

(6)DALLAIRE, Romeo, Shake hands with the Devil: The failure of Humanity in Ruanda. Capo Press, 2004.

(7)“Como presidente o general, estoy preparado para gobernar el país”. Entrevista al general Laurent Kabila. Gemma Parellada, El País, 13 de noviembre de 2008.

(8)Desde la década de los 90, Estados Unidos, movido por su lucha contra el terrorismo, se alió con Uganda, Ruanda, Eritrea y Etiopía, en un esfuerzo por combatir el régimen extremista de Sudán, al que apoyaba Mobutu quien, a su vez, contaba con el beneplácito de Francia.

 

 

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1 comentario

  1. […] ninguna duda, es un objetivo ambicioso, pues el conflicto congoleño tiene multitud de aristas (implicación de países vecinos, intereses regionales, señores de la guerra…), pero es básico […]

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