La amabilidad de todos la tenía desconcertada. Demasiada atención para alguien poco acostumbrada a tenerla. Las sábanas blancas, el olor aséptico del hospital, la habitación para ella sola, todo la sobrepasaba. Estaba muerta de miedo, pero ya no había marcha atrás. A punto había estado de no acudir a la cita, de renunciar a todo para que se la fuera del cuerpo ese sentimiento de estar defraudando a su madre, a su abuela, a su familia y a todos sus antepasados, pero ya no iba a arrepentirse.

Tenía que hacerlo. Llevaba diez años esperando este momento, desde que había empezado a sospechar que a ella le pasaba algo. Fue en una simple conversación con Fatua, su mejor amiga. Las dos estaban recién casadas y hablaban de su nueva vida, sus casas, sus maridos y los hijos que querían tener. Y entre todo eso, veladamente, se colaban retazos sobre sexo, mezclado con esto y aquello. Pero mientras Fatua lo hacía con pasión, con una sonrisa que no se le quitaba de la cara, ella sólo hablaba con amor. El sexo nunca le había producido risa; su marido no despertaba en ella ninguna pasión.

No le dio mayor importancia hasta unos años después, cuando, ya en España, otras amigas habían vuelto a hablar igual que lo hizo Fatua. Comenzó a sentirse culpable, poco debía querer a su marido cuando no era capaz de disfrutar con él, pensaba.

Hasta que se quedó embarazada y volvió a sentirse feliz. Con un hijo todo sería más fácil, estaba segura. A los seis meses fue por primera vez al ginecólogo y allí tuvo el mayor susto de su vida: la mujer de la bata le miró con tal cara de susto que pensó que su hijo estaba muerto. “No se preocupe, el niño está perfectamente”, le tranquilizó la doctora. “Es sólo que …”. Del resto de la frase no comprendió ni la mitad y la ginecóloga no hizo mucho más por explicárselo. Pero le hizo pasar a la sala de la enfermera. Un cuartito en el que una chica joven, de su edad más o menos, le habló sin tapujos, largo y tendido de su problema. No sabía de lo que le hablaban y, después de escuchar muy educadamente todo lo que la enfermera quiso contarle, le dio las gracias y se fue a casa dudando mucho que nada de lo que le hubiera dicho esa mujer fuera verdad.

Pero durante el parto se arrepintió una y mil veces de no haberla hecho caso. Las complicaciones y los dolores fueron continuos, como le había explicado la enfermera.

Entonces comenzó a informarse, a acudir a charlas, a hablar con otras mujeres y se hizo la luz para ella. Conoció historias similares a la suya y algunas incluso peores. Ella no era capaz de recordar nada, pero otras sí, otras todavía tenían presente el ‘rito de iniciación’, el cuchillo, el dolor, la sangre; mujeres cuya vida había sido un infierno, físico y mental.

Pero también conoció a otras que, habiendo pasado por la misma situación, habían conseguido volver a tener una vida normal. Había solución. Implicaba operar, sí, pero los riesgos no eran muchos.

Y allí estaba ahora, dos años después, tumbada en la cama blanca, recibiendo las sonrisas cómplices de las enfermeras y esperando a que llegase el doctor. Estaba cansada. Sólo quería acabar con todo esto. Mañana sería otro día: el primer día de su nueva vida. Una vida en la que todavía le quedaban muchas cosas por hacer. La primera, contarle todo a su marido, al que amaba profundamente, y comenzar a disfrutar con él. La segunda, dedicar todos sus esfuerzos a que ninguna niña más pasara por lo mismo que ella y tantas otras habían pasado ya.

 

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