Esta es la cuarta entrada de la seria «Nelson Mandela, una vida para celebrar». Puedes encontrar las anteriores aquí:
I.- Años de infancia y toma de conciencia
II.- Nelson Mandela, la llegada a Johannesburgo.
III.-La instauración del Apartheid.
También puede escucharse en formato podcast, aquí.
Tras la prohibición del Congreso Nacional Africano en 1960, la ejecutiva tuvo que tomar una difícil decisión: los miembros del partido debían pasar a la clandestinidad o salir fuera del país para fortalecer la organización. Entre los que marcharon estaba Oliver Tambo, que sería el líder del partido en el exilio durante más de 30 años. Desde allí se dedicó a conseguir ayuda, recaudar fondos y hacer proclamas antiapartheid.
Ante esta disyuntiva, con el partido ilegalizado, quedaba claro que la resistencia pacífica era inútil y vuelve a plantearse la polémica de la lucha armada. Esta vez, gana la tésis Mandela y es precisamente a él a quien se le encarga la creación de la nueva organización.
“Yo, que nunca había sido un soldado, que nunca había luchado en ninguna batalla, que ni siquiera había disparado ni apuntado con una pistola al enemigo, fui el encargado para crear un ejército”.
El nombre de la organización sería Unkhonto we Sizwe (La flecha de la nación), pero se le conocería familiarmente como el MK: El mando en jeje estaría formado por Jose Slovo, Walter Sisulu y el propio Mandela. Entre los tres comenzaron a buscar la forma de “empezar una revolución”. Pero por el momento, sólo podían leer y hablar con expertos. La estrategia era realizar acciones selectivas contra instalaciones militares, plantas de electricidad, líneas de teléfono y medios de transporte; con esto, claro, no impedirían la acción del ejército, pero sí asustarían un poco al gobierno, alejarían al capital extranjero y debilitarían la economía. El objetivo era llevar al Ejecutivo a la mesa de negociaciones.
Pero para comenzar, hacía falta apoyo exterior y quedaba mucho que aprender. Así que Mandela aprovechó una invitación del Movimiento Pan Africano para asistir a una conferencia en Addis Abeba, Etiopía, en febrero de 1962. Allí se reunió con los líderes de otros países africanos para conseguir apoyo económico y militar, así como entrenamiento militar para sus hombres. Además, viajó por varios países, algunos de ellos ya independizados, como la Tanzania de Julius Nyerere, o la Ghana de Krumah y, por primera vez en su vida, se sintió un hombre libre. Podía sentarse donde quisiera, no había carteles que le marcaban a cada momento lo que No podía hacer; no había nadie superior a él por el mero hecho de ser blanco… Cambió su perspectiva respecto a todo. También fue a Etiopía- el único país que nunca fue conquistado-, a Marruecos, a Mali, a Guinea, a Liberia y a Senegal y en aquellos momentos en los que el continente vivía una especie de euforia colectiva, decidió que su Sudáfrica se merecía también algo así.
Al volver a su país, continuó con sus mítines y encuentros clandestinos hasta una fatídica noche de agosto de 1962. Ese año, en una fría noche del invierno austral, fue arrestado por la policía. En un principio fue rápidamente juzgado y le condenaron a cinco años de prisión: tres por incitar a los trabajadores negros a ir a la huelga y dos por abandonar el país sin documentos válidos de permiso. Pero lo peor todavía estaba por llegar. En 1963 comenzó el proceso de Rivonia, en referencia a la calle del mismo nombre, en Johannesburgo, donde la policía había intervenido una casa utilizada por el CNA con muchísima documentación. En estos papeles aparecía Mandela, y de ellos derivaría un nuevo juicio, esta vez por sabotaje y traición.
Con estas acusaciones, la posibilidad de salvación era mínima. Mandela estaba condenado pero aún así tuvo agallas para dar un último un último discurso, que duró cerca de tres horas, y que terminaba así: “He luchado por una sociedad libre y democrática en la que todas las personas convivan juntas en armonía y con las mismas oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir y alcanzar. Pero si es necesario, también es el ideal por el que estoy dispuesto a morir”.
El discurso retumbó por toda la sala, enmudeciendo al público y a los jueces, y tuvo una enorme repercusión en la sociedad gracias a que un valiente periódico, el Rand Mail transcribió estas palabras letra por letra, a pesar de que reproducir lo que Mandela decía también esta prohibido. Fue un shock mundial, pero no logró ablandar ni un ápice la mano dura del gobierno y el 12 de junio de 1964, el veredicto retumbó en la sala: “cadena perpetua” para los acusados.
Esa misma noche, Mandela y otros líderes del partido fueron trasladados a Robben Island para cumplir su condena. El Gobierno creía haber ganado la guerra, pero en realidad acababa de comenzar a perderla. (Continúa aquí)