La Sudáfrica de los años 50, con Sophiatown como referente cultural y artístico, se hace presente The Suit, la obra que Peter Brook, una de las figuras más influyentes del teatro europeo contemporáneo, ha llevado por todo el mundo y que en el año 2012 pasó por Madrid.
Con la ayuda de tan solo unas cuantas sillas y unos pocos percheros, Peter Brook, adalid del decorado y el attrezo mínimo, es capaz de transportarnos a la primera mitad del siglo XX, a ese barrio pobre en el centro de Johannesburgo, con sus calles apenas asfaltadas, los autobuses siempre atestados de gente y unos baños comunales compartidos entre decenas de vecinos. Un barrio en el que a pesar de todo, y antes de su destrucción por las autoridades del Apartheid, se vivió una inmensa eclosión cultural de la que salieron numerosos artistas y donde surgió el primer germen de la resistencia anti Apartheid.
Es en ese contexto trágico en el que se desarrolla la obra – basa en la novela homónima del sudafricano Can Themba – donde una joven pareja vive su propio drama. Philemon (William Nadylam) un hombre vital y rebosante de felicidad, locamente enamorado de su mujer, descubre con estupor que su esposa le ha estado engañando. Les sorprende una mañana y en su precipitada huida, el amante deja olvidado su traje sobre una silla. Este traje sirve al marido para orquestar su castigo, una penitencia humillante que desemboca para Mathilda (la cantante nacida en Soweto William Nadylam) en un fatal desenlace.
Un castigo absurdo como metáfora quizás del absurdo del Apartheid, donde un negro podía estudiar derecho pero apenas podía ejercerlo; donde necesitaba un pase especial para transitar por ciertas calles, pero donde se convirtió en imprescindible que las mujeres negras cuidaran a los hijos de los blancos; un país donde se respectaba ‘escrupulosamente’ la legalidad, pero en el que la lay era distinta para negros y blancos…
Mientras se desarrolla la pieza, en la que apenas hay diálogos sino narraciones de lo que sienten y piensan cada uno de los protagonistas, la música se convierte en un elemento primordial encarnada en la guitarra, el piano y la trompeta que acompañan toda la representación convirtiéndola casi en un musical (con grandes interpretaciones de canciones emblemáticas como Strange Fruit o Malaika). Y a través de ella vamos descubriendo algunos de los elementos más significativos de Sophiatown. Los shebeens, pequeños antros en los que se vendía bebida ilegal -muchas veces fabricada por los mismos propietarios del bar- y en los que siempre había música y fiesta hasta bien entrada la noche; los pequeños minibuses para negros en los que era un milagro entrar; los saxofonistas, músicos y cantantes nocturnos y, por supuesto, la represión diaria y constante de la policía.
La obra transporta así al espectador hasta un punto álgido en que por un momento sueña con un final feliz. Todo lo contrario. El texto termina con una doble tragedia: el destino de Mathilda simboliza también el del barrio, que en 1955 sería demolido para expulsar a los habitantes negros de la ciudad.
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Artículo publicado en la revista Africa Scientia.