La película es ya de hace unos años, pero estos días han vuelto a echarla por televisión coincidiendo con el 25 aniversario de la liberación de Mandela, el pasado 11 de febrero. En los próximos días, hablaremos más de esta historia.
En su momento, ‘Adiós bafana’ (2007, Bille August) no debió ser un éxito en taquilla por una sencilla razón: no es una de esas películas que apuntan al corazón, sino más bien a la cabeza. No es, desde luego, el mejor filme para quien ande buscando melodramas o leyendas, sino más bien algo de historia y mucho de raciocinio.
Basada en la historia real de Christo Brand, (interpretado por Joseph Fiennes) cuenta la evolución de un joven militar que recibe el encargo de custodiar el módulo que encierra en Robben Island a Nelson Mandela (Dennis Haysbert) y a otros miembros del Congreso Nacional Africano (CNA). Ha sido elegido porque conoce el idioma nativo de los prisioneros, el khosa, tras criarse de pequeño en una aldea rodeado de negros. De hecho, no será un celador cualquiera, sino el censor. A partir de ahora, las comunicaciones de Mandela con el exterior (fundamentalmente, epistolares) deberán pasar el filtro de Gregory.
Este joven blanco sudafricano, esposo y padre de dos hijos, acepta el reto por varios motivos, incluido su deseo de prosperar social y económicamente. También por su formación militar, que hace que las órdenes no se discutan, sino que se acaten. Algo que también es extensible al propio régimen racista, que, al principio de la película, Gregory no percibe como justo o injusto, sino como el orden natural de Sudáfrica. Y consecuencia de ello, el principal motivo por el que cree que lo que hace está bien hecho: Mandela y sus camaradas, más allá de su color de piel, son terroristas que quieren destruir el país.
Pero la percepción que Gregory tiene de esos terroristas irá variando. No sucederá por simpatía, pena o incluso empatía hacia el penoso trato que reciben, sino por la fuerza de la razón que impregna sus reflexiones, y que el censor irá descubriendo. Al principio, revisando las cartas de Mandela y escuchando sus conversaciones (cristal mediante) con su mujer. Después, leyendo la “Carta de libertad” del CNA (1955), en la que se exponen las razones de la lucha anti-apartheid. Más adelante, de la voz del propio Mandela, con quien intercambiará impresiones en los fugaces trayectos que van de la celda al patio, y del patio a la celda.
El principal representante de ese racionalismo que tanto define a la película es el propio líder del CNA. Ante la vejación, silencio. A cada proposición de liberación, una única demanda: elecciones democráticas, libres y para todos. Mandela ni siquiera llora cuando se abraza con su mujer y sus hijos tras varios años sin poder tocarlos, ni grita eufórico cuando le anuncian que su cautiverio ha terminado. Uno de los momentos más representativos de esta subordinación de lo emocional a lo racional tiene lugar cuando Gregory y Mandela se dan, por fin, su primer apretón de manos. De hecho, no será de manos, sino de palos, al jugar en el patio de la cárcel a algo que el blanco habría aprendido de pequeño junto a los niños negros de su aldea.
El hilo conductor de la película es esa lenta evolución, vital y profesional, de Gregory. Su creciente complicidad con Mandela terminará afectando a su vida profesional, hasta el punto de ser tachado por sus compañeros y superiores de amigo de los terroristas (o los cafres, como ellos les llaman). También tendrá repercusión en su vida personal, ya que la esposa del protagonista, Gloria (Diane Kruger), no comprenderá esa simpatía de Gregory hacia un peligroso terrorista como Mandela, y mucho menos, que en la balanza entre lo que es justo para Sudáfrica y lo que es bueno para él, su marido se decante por la primera opción.
Seguramente, August no ideó por casualidad un argumento que otorga todo el protagonismo a las razones y relega a un segundo plano a las emociones. Nada más acceder al poder, Mandela fue capaz de perdonar a quienes durante 30 años le habían encerrado, vejado y torturado. Fundamentalmente, porque los necesitaba para construir un nuevo país para los suyos. No era un santo, sino un ser humano que prefirió pensar con la cabeza que con el corazón. Y, aunque posiblemente Mandela lloró muchas veces a lo largo de su vida, eso es lo que refleja esta película.