Cuando parecía que Nelson Mandela había ganado ya todas sus batallas, después de haber acabado con el Apartheid, convertirse en el primer presidente negro de Sudáfrica y dejar el cargo con honores, le tocó luchar en otra guerra, una que no se esperaba y en la que todavía sigue inmerso su país. Era la batalla contra el sida, que también se cebó con su familia, como con la de tantos sudafricanos. En enero de 2005 moría por culpa de la enfermedad el último hijo varón que le quedaba, Makgatho Mandela.
Para entonces, ya habían pasado los años de plomo del sida, esa década de los 90 en la que en Occidente la enfermedad se asociaba casi exclusivamente a la homosexualidad y la droga y que en África seguía siendo un tema tabú. Pero todavía no era fácil hablar de la pandemia. Mandela lo mantuvo en secreto durante la convalecencia de su hijo, pero de nuevo volvió a mostrar su valentía y lo hizo público el mismo día que Makgatho murió: “El sida es una enfermedad normal, como la tuberculosis o el cáncer, de la que se tiene que hablar abiertamente”, dijo ante los medios.
Anteriormente, Madiba ya se había destacado como uno de los más decididos activistas en la lucha contra la enfermedad y durante la celebración del Día Mundial del Sida, en el año 2000, se refirió al VIH como un “enemigo silencioso, invisible, que está amenazando las bases de nuestra sociedad”. Tres años más tarde, con el objetivo de recaudar fondos contra la enfermedad, la Fundación Mandela lanzaba la campaña “46664”, quizás en referencia a la otra gran lucha de su vida. Este guarismo era su número de preso durante el Apartheid: el condenado 466 de los que entraron en prisión en el año 64.
Pero a pesar de la influencia de Mandela sobre buena parte de la ciudadanía sudafricana, no era fácil predicar sobre el sida en un país donde la mayoría de los dirigentes y líderes se mostraban extremadamente tibios sobre la pandemia. Todavía peor, un país en el que el presidente del Gobierno, Thabo Mbeki, amigo y sucesor de Mandela, negaba abiertamente la relación entre VIH y la enfermedad y cuestionaba la eficacia de los antirretrovirales con el apoyo incondicional de su ministra de Sanidad, Manto Tshabalala-Msimang, quien llegó a recomendar la remolacha como remedio contra la enfermedad.
Su teoría era que el sida, como colapso del sistema inmunosupresivo, se debía a la malnutrición y otros problemas relacionados con la pobreza. Ante tal situación, razonaban, los medicamentos antirretrovirales no sólo eran ineficaces, sino que suponían un enorme gasto que sólo servía para el lucro de las grandes farmacéuticas. Entre las gravísimas consecuencias de esta política, que se prolongó casi durante nueve años –el tiempo que Mbeki permaneció en el poder¬– estuvo no sólo el hecho de que se privó de medicación a millones de infectados, sino que además se negaba el nexo directo entre las relaciones sexuales y la transmisión de la enfermedad. El resultado fue que Sudáfrica es hoy el país con mayor número de contagiados del mundo y el sida afecta al 18% de los adultos, lo que supone cerca de seis millones de enfermos.
Pero la situación cambió en los últimos años y, curiosamente, Mandela encontró en Jacob Zuma –actual presidente del país– a un aliado en su contienda contra el sida. El hombre que en tantos aspectos era su contrapunto máximo, lanzaba en 2010 una campaña, respaldada por Onusida, que pretende realizar pruebas de detección a 15 millones de personas, un tercio de toda la población del país, y ofrecer tratamiento antirretrovial a un millón y medio de enfermos.
Hoy Mandela podría presumir de que finalmente su país se ha movilizado contra la enfermedad, pero todavía queda mucho por hacer, especialmente exigir al mundo una mayor implicación para erradicar la pandemia. Y ahí precisamente es donde el Premio Nobel de la Paz sigue trabajando, aunque ya no esté presente, a través de su Fundación y la extensa red de contactos que dejó como legado.