Le vimos casi de casualidad, cuando ya llevábamos un buen rato en la casa.
Nos habíamos parado a hablar con la familia y la turba de niños llamó toda nuestra atención: la chica que no paraba de bailar; el que nos enseñó su carricoche hecho de alambres y latas de coca-cola; el bebé sonriente, la niña tumbada. Todos vinieron a nosotros y todos querían que jugáramos con ellos. Eran unos 7 u 8 niños, primos y hermanos, viviendo en una pequeña casa junto al camino, en un lugar llamado Lamgabhi, entre Mbabane y Manzini (Suazilandia). Junto a ellos, sus madres y su abuela: las primeras cocinando; la segunda lavando, contentas por la visita y las perspectivas de una ‘propina del turista’.
Así que, entre las presentaciones y las preguntas de rigor, no le vimos hasta pasado un buen rato. No sé de dónde salío o si había estado allí todo el tiempo, pero comenzó a acercarse hasta nosotros, con su paso lento pero seguro. Alguna enfermedad le impedía ponerse de pie, incluso estirar las piernas, por lo que se movía a gatas, casi arrastrándose por el suelo de tierra.
Con el cuerpecito de un niño de dos o tres años -su madre nos dijo que tenía ocho-, y sin haber desarrollado ninguna capacidad lingüística -sólo era capaz de emitir algunos sonidos sin sentido-, el pequeño vino simplemente a ver qué pasaba, a qué se debía tanto alboroto.
Fue, sin duda, lo más triste de un fin de semana de fiesta y celebración en Swazilandia. Contemplar en directo, en primera persona, la vida pegado al suelo. La vida olvidado de todos. Tan sólo un niño. Un niño al que su madre mira con cariño, sí, pero también con resignación. Ni siquiera habla mucho de él. Un niño al que sus hermanos quieren, sí, pero con el que no juegan, porque es difícil jugar con él.
Un niño que no tiene de nada, con una vida miserable que no tiene visos de cambiar hasta el día de su muerte. Y a pesar de todo, un niño que sonríe. Que agradece un minuto de atención, que se emociona moviendo las manecillas de un reloj, que se muere de la risa cuando le hacen cosquillas, que mueve enérgicamente las manos llamando a todo el que se acerca. Un niño, en definitiva, que quiere jugar, tan sólo jugar.