De entre todos los problemas a los que se tuvo que enfrentar Sudáfrica a principios de los 90, probablemente uno de los más difíciles fue afrontar las atrocidades cometidas durante el Apartheid. Como todos los regímenes dictatoriales, en la Sudáfrica del Apartheid se mataba y se torturaba a los disidentes. Decenas murieron “en dependencias policiales”, “ahorcados o tirándose por una ventana” y en las pocas ocasiones en las que se abrió una investigación judicial, la respuesta era invariablemente la misma “no se han encontrado evidencias de maltrato”. Era una época en la que la detención sin cargos podía durar ‘indefinidamente’. Primero, el Gobierno de John Vorster puso el límite en los 90 días; luego, él mismo la dobló a 180 días en 1965, y, dos años después, se hizo indefinida.
La nueva Sudáfrica tenía claro que víctimas y verdugos, opresores y oprimidos tenían que afrontar de alguna manera, juntos a ser posible, el pasado más reciente para poder así empezar una nueva era. Pero no era fácil. Si simplemente se declaraba una amnistía general, las víctimas se sentirían estafadas, y los verdugos impunes por sus fechorías. Por otro lado, si comenzaba una ‘búsqueda y captura’ contra todos quienes habían cometido crímenes durante los años del Apartheid, el proceso sería sin duda contraproducente para el objetivo, que era salvar el abismo de la reconciliación.
El problema era encontrar un punto intermedio entre oas dos opciones. Tras muchas vacilaciones, surgió una idea original, difícil de llevar a cabo, pero que abría una puerta a la esperanza para todos: confesiones a cambio de amnistía. Aquellos que hubieran cometido cualesquiera atrocidades bajo el régimen del apartheid, podían obtener la amnistía a cambio de su confesión.
No todos estuvieron de acuerdo con esta idea, por supuesto, pero el país tuvo el coraje suficiente para llevarlo a cabo y el 5 de diciembre de 1995 una comisión presidida por el arzobispo Desmond Tutú se presentaba ante el país con el objetivo de recopilar las violaciones de Derechos Humanos cometidas entre el 1 de marzo de 1990 y el 5 de diciembre de 1993. Solo tres años, los años de la Transición.
Miembros de la Comisión comenzaron a viajar por todo el país para recoger los testimonios de las víctimas e información sobre las atrocidades que se habían cometido. En total, se investigaron 31.000 casos. Más de diez mil crímenes por año.
En un acto impensable, la comisión no se guardó estos datos para sí, no quedaron en un mero estudio del que sacar unas conclusiones, en ‘información restringida’. El Tribunal de la Verdad y la Reconciliación, (Truth and Reconciliation Comisión, TRC) como se llamó oficialmente, llevó a cabo miles de actos públicos, en los pueblos y en las ciudades, con los ciudadanos asistiendo en directo a cada audiencia. Para que llegara a todo el país, cada una de estas audiencias contó con la asistencia de la televisión, la radio y los periódicos del todos el país. La cadena nacional, la SABC, retransmitió los testimonios en los 11 idiomas oficiales del Estado, y comenzó a emitir un programa especial los domingos por la noche, en horario de máxima audiencia.
Durante los seis primeros meses, el TRC se ocupó de escuchar a las víctimas, con sus escalofriantes relatos. Después vinieron los verdugos. Poco a poco un lento goteo de hombres y mujeres comenzaron a admitir antes todo el país lo que habían hecho a sus propios vecinos: informadores de la policía, palizas, traiciones, asesinatos, torturas…
A partir de ese momento, los blancos sudafricanos que todavía no admitían lo que había significado el Apartheid, los que no creían las denuncias, los que decían no saber lo que estaba pasando, no pudieron negarlo nunca más. Esta vez no se trataba de sospechas ni de denuncias, eran los propios culpables quienes hablaban. Los que dudaban de los periódicos y los testimonios que hablaban de torturas pudieron ver en sus televisiones a un miembro de la Policía Secreta escenificando cómo se sentaba en la espalda de los detenidos, con la cabeza contra el suelo, y cómo ponía una bolsa sobre su cabeza para dejarlos sin respiración hasta la muerte. Algunas de las descripciones eran tan ilustrativas que no hacían falta palabras. Sobraban las palabras. Los sudafricanos de a pie oyeron a los miembros de la unidad química de policías contar cómo habían desarrollado venenos especiales para matar a prominentes líderes negros del país y cómo habían buscado sin éxito una píldora que hiciera infértiles a las mujeres negras –sólo a las negras-.
¿Cómo fue posible que todo esto saliera a la luz tan fácilmente? ¿Que los otrora miembros de los todopoderosos servicios de seguridad hablaran a las primeras de cambio?. Bueno, no fue tan fácil. Primero fue muy poco a poco, todos escudándose en `órdenes superiores’. Pero según iba saliendo a la luz información sobre los asesinatos, otros comenzaron a tener miedo, porque cuando unos hablan siempre salpica a otros.
Al mismo tiempo, se celebró un juicio contra uno de los más conocidos ‘escuadrones de la muerte’, distinguidos por envolver a sus víctimas en dinamita y hacerlas explotar. Para ellos no hubo verdad a cambio de reconciliación y muchos se sintieron como la cabeza de turco de la transición sudafricana. Estaban enfadados y dispuestos a acusar a quien hiciera falta. El miedo corrió como la tinta entre los que se sabían implicados, y las solicitudes de perdón empezaron a llegar en cascada a la Comisión de la Verdad y la Reconciliación.
En otras ocasiones hubo quien se acusó públicamente de los crímenes menores, pero tuvo buen cuidado en omitir los más graves. Pero pronto fueron conscientes de que ahora el gobierno había cambiado y de que lo que antes era ‘información reservada’ ya no lo era nunca más, y de que las pruebas estaban ahí y ya no había jueces dispuestos a dictar sentencias a su favor alegando ‘falta de evidencias’. Y como la única manera de conseguir la amnistía era la confesión, siguieron aumentando las peticiones ante el tribunal.
Al final, claro está, quedaron decenas de crímenes sin juzgar y sin confesar. Algunas víctimas se sintieron aliviadas, pero otras afirmaron después que pasar por todo esto les había hecho sentirse peor de nuevo. Hubo amenazas de muerte contra miembros del tribunal y contra el propio Desmond Tutú. Los más altos cargos del país no tuvieron que pasar por el tribunal en busca de una amnistía y todavía hoy viven un agradable retiro. Muchas familias no se atrevieron a testificar por miedo. Unos se sintieron humillados después de ‘años luchando por su país’, mientras otros sintieron que no había justicia en dar amnistía a cambio de verdad.
En fin, no fue la panacea, sin duda, ni si quiera se sabe a ciencia cierta si de verdad sirvió como una especie de catarsis colectiva para el país o si en realidad pasó más desapercibida de lo que ahora cuentan los libros de historia, pero ¿alguien se imagina algo así en algún otro país del mundo? Que los miembros de las dictaduras argentina o chilena se hubieran presentado, en público, a confesar sus crímenes en lugar de diseñar unas ‘leyes de punto y final’ a su medida. O que lo hubieran hecho los nazis, o los serbios o los croatas, o incluso nosotros mismos, en España.
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